Es Domingo de Pasión, día de atriles: la esencia de azahar convertida en trending topic, al menos, hasta que los naranjos en flor no reclamen derechos de autor. Un pregón por cada Semana Santa, con honores de por medio, convertido en cuestión de relevancia bajo un estricto sentido de la responsabilidad; incluso hay quien los tiene escrito aguardando su oportunidad para participar de la liturgia pregonera, con toda su puesta en escena y la estudiada declamación que exige el manual de estilo, aunque la clave esté en saber marcar los tiempos, los de cada silencio o cada pausa antes de arrancar la emoción en el colofón de cada estrofa definitiva.
Lo que ahora hemos dado en llamar “política espectáculo” parece ceñirse a esas mismas reglas, como si cada orador llevara un pregonero escondido en el subconsciente mecánico de las ideas, de ahí que a veces levanten castillos de naipes en vez de discursos como espejos o ventanas a la realidad de la calle. Muchos de ellos tienen su atril en el Congreso, entonan con la palabra, el gesto adusto y el impulso en sus brazos, pero sobre todo saben dónde desembocar, dónde zarandear al adversario o al ciudadano con el titular a flor de piel, que en su caso viene a ser como el verso doliente a los pies de un crucificado, salvo que completamente impostado.
La situación, la de esos políticos, no la de los pregoneros, recuerda mucho al personaje de Kirk Douglas en Cautivos del mal: estaba tan obsesionado con rodar la película perfecta que quería hacer de cada escena la consumación absoluta de todas las emociones, como si cada una de ellas fuera un final inolvidable por sí mismo, cuando nada sucede así en la realidad, y mucho menos en política, donde todo mensaje queda en periodo de cuarentena pese al empeño de la “cla” desde sus asientos de cuero. Acaba de comprobarlo Artur Mas, que hizo de su comparecencia ante el juez la reproducción del cartel de Novecento y ahora tira de calculadora para ver a cuanto asciende el desapego con el independentismo, la causa de su hundimiento.
El gesto del discurso con pellizco ha devenido en fórmula, y no sólo en el Congreso. Le valió a Susana Díaz el pasado domingo en el anuncio de su candidatura a las primarias, convertido en una antología pregonera -en Triana deben sobrarle influencias- a la que sólo le faltó la marcha Costalero entre la “casta de los fontaneros” y la reconciliación de la vieja guardia, en una nueva demostración de que si la política sigue tan apegada a las emociones y necesitada de las mismas, es porque no encuentra el verdadero camino para abarcar mayor espacio desde el ámbito ideológico; de hecho, seguimos sin saber qué es lo que pretende hacer con el partido, salvo impedir que lo controle Pedro Sánchez, al que una victoria en las primarias no podrá salvarle de otra debacle, la tercera, en las auténticas urnas, que no será solo la suya, sino la del propio partido: emociones a un lado, se atisba impepinable. Tal vez por eso mismo, Patxi López, que no parece tenerlas -las emociones prefabricadas-, apela a una sensatez que escapa ahora mismo del contagio entre correligionarios de sus otros dos compañeros en liza.
Nuestra provincia aún escapa a esas modas. Sí, en Cádiz está José María González Kichi, pero es más exaltador que pregonero, más de arreones que de pausas y, por supuesto, no se las piensa, convencido de que siempre está en posesión de la verdad, aunque sea de la “verdad sospechosa”, a la que hacía alusión Karl Popper.
De momento, lo que ya asoma es la maquinaria electoral para las municipales. Muy pronto se cumplirán dos años, la mitad del mandato. “Ya está en el aire girando la moneda”, y el PP parece ser el primero en advertirlo. Sólo le valdrán las mayorías absolutas y el martillo pilón ha empezado su serie en las ciudades en las que aspira a su particular reconquista, entre ellas Jerez, donde ha tumbado junto a Ganemos la ordenanza de las plusvalías. El PSOE advirtió que era ir contra la ley y Ganemos respondió que si la ley es “injusta” hay que empezar por “incumplirla”. El PP se tuvo que poner de perfil, aunque en el debate todos terminaron salpicados... y es que se meten en cada charco.