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El jardín de Bomarzo

Línea en el horizonte

La impunidad degenera. Un ejemplo claro es lo que lo que rodea al Rey emérito y que estos días se destapa para escándalo nacional

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  • El jardín de Bomarzo.

"Ninguna prueba, ninguna rectificación ni desmentido puede anular el efecto de una publicidad bien hecha"Hermann Keyserling.

La impunidad degenera. Un ejemplo claro es lo que lo que rodea al Rey emérito y que estos días se destapa para escándalo nacional: se vio impune y por ello actuó sin medida, a su antojo, obteniendo beneficios y repartiendo a capricho porque nada le podía suceder al todopoderoso emblema de la transición democrática española, protegido por una Casa Real a la que aún nadie ha pedido responsabilidad. Y su degeneración debida a la impunidad se ha visto frenada por la actuación de la justicia, que junto a la política y a los medios de comunicación conforman el trío de oficios que pueden actuar erróneamente sin que ningún elemento de control les fiscalice. Justicia, política y medios, pilares esenciales sobre los que se sustenta la democracia. La justicia con el poder que otorga dictar sentencias, en demasiadas ocasiones contradictorias según sea el perjudicado o el beneficiado. Errores judiciales los hay, como los hay en todas las profesiones, solo que un error en condenas infiere un daño desmedido al que lo sufre y en muy pocas ocasiones el juzgador responde por ello. Por su parte, políticos y medios con mucha frecuencia actúan usando una subjetividad improcedente, a veces moldeando como plastilina las medias verdades que son mentiras a medias, otras mintiendo directamente y a conciencia porque por encima de todo flota el hecho de que nuestra sociedad es permisiva con la mentira, la acepta como método posible porque nos puede más el morbo de una historia incierta -algo habrá, decimos- que una verdad que normalmente suele ser menos divertida.

Nuestra sociedad, de hecho, inicia la educación de sus hijos con fantasías -que son mentiras- culturales como los Reyes Magos, Santa Clauss o el ratoncito Pérez. La mentira no se considera un mal a erradicar, pero cuando adquiere la naturaleza de desinformación directa a la ciudadanía se entra en un terreno peligroso porque para la buena salud de una democracia es indispensable que los ciudadanos conformen su opinión con información cierta, que es la única manera de decidir en libertad. Si la decisión se ha gestado bajo información falsa, quien ha manejado la campaña de desinformación ha manipulado la opinión del ciudadano. No hay mayor ataque a nuestra libertad de opinión que sufrir desinformación deliberada estratégicamente difundida. Y más en tiempos con la ayuda de medios digitales y de redes. 


Viene al caso por el plan que justo ahora ha aprobado el Gobierno contra las fake newssobre el cual se ha producido una desinformación intencionada por parte de algunos medios poniendo el grito en el cielo bajo la creencia de que se ha aprobado una Ley que va a censurar noticias y, también, por parte de políticos apuntándose a la crítica falseando información sin molestarse en entrar en el BOE y conocer lo aprobado, con la ignorancia de creer que una Orden es una Ley y puede dictar normas del calado que se ha dicho eran. Una forma de trabajar de algunos periodistas que no dedican esfuerzo a informarse y saber de lo que hablan, publicando lo que escuchan o las notas de prensa sin el más mínimo contraste, mientras que otros aún conociendo la verdad de lo aprobado ven un filón fácil para montarse en la crítica con la acusación de querer implantar la censura informativa. Lo aprobado tiene sensatez porque es indiscutible que algo hay que hacer ante el crecimiento y la intensidad de las campañas de desinformación y el uso indiscriminado de fake news por el peligro que suponen para la libertad de opinión y los efectos perniciosos que producen. Recordemos la campaña negacionista del Covid-19 que empujaba a no usar mascarilla y que pudo haber calado en una mayoría de ciudadanos, una campaña que perseguía infundir desconfianza y rechazo a las medidas acordadas y, por tanto, una oposición a todo ello sin importar a sus inductores que los incautos que compraban el mensaje estaban poniendo en riesgo su salud y la de todos. Políticos que basan su estrategia en campañas de difusión de mentiras del oponente, grandes firmas comerciales que diseñan y difunden bulos contra productos de su competencia, intereses de no se sabe qué procedencia que controlan a sociedades enteras y las empujan a tomar decisiones erróneas. Y a eso se debe poner freno.

Ante esto, el Gobierno, dentro de los trabajos de una comisión europea, ha constituido un órgano para analizar todos los movimientos de desinformación, volumen, origen, canales de difusión y objetivos al fin de evaluarlos y decidir qué medidas llevar a cabo para contrarrestarlos. Algo lógico para salvaguardar la libertad de opinión. En ningún caso la Orden establece mecanismos de censura, entre otras cosas porque eso sería anticonstitucional. Apelan a la colaboración en la lucha contra la desinformación de los medios de comunicación, de los políticos, de las plataformas digitales, del mundo académico, del sector tecnológico, de las organizaciones no gubernamentales y de la sociedad en general porque es cierto que deberíamos ser conscientes del mal que se está implantando y que sólo entre todos los defensores de la verdad pueden erradicar. Es un paso necesario, bien es cierto que si los trabajos de este organismo se politizan corremos el riesgo de traspasar líneas rojas e igual la que se pretende trazar ahora en nuestro horizonte no es roja, pero sin duda es línea. Y las líneas son como las vallas en el campo cuando hay ganado suelto, necesarias. 

Sorprende que profesionales de medios de comunicación hayan puesto el grito en el cielo temerosos de ver condicionada su no siempre bien entendida libertad de expresión cuando el rigor principal del periodismo debe ser, debería ser, la salvaguarda de la verdad ya que este noble oficio de la comunicación se sustenta en contar la verdad por encima de todo, con sus matices, sus enfoques, su vaso medio lleno o medio vacío, pero vaso con líquido y por la mitad. Por tanto, perseguir la mentira deliberada, castigarla, penalizarla y denunciarla debe ser un ejercicio común en beneficio de todos, de un sistema democrático que para ser justo requiere de verdades y de que se defienda clara y rápido a quienes se ven afectados por campañas mediáticas basadas en mentiras.

Estaría bien, genial incluso y ya puestos, que los sistemas de control que persiguen el error y la falsedad intencionada en este caso para los medios de comunicación se aplicara de igual modo tanto a la política como a la justicia, que son los otros dos sectores impunes donde se puede errar de manera deliberada sin que ningún elemento de control les regule. ¿Cuántos casos de políticos mentirosos conocemos? ¿Cuántos errores a sabiendas judiciales, con criterios subjetivos inexplicables, se han producido sin que nadie alce un dedo y señale?  

Todo lo que se intente hacer para erradicar la desinformación pasa necesariamente porque exista un control judicial rápido, fulminante, que en horas penalice al autor. Eso sí, hay que fijar esa línea roja que no es otra que la mentira contrastada porque lo que no resulta sensato y es lo que alimenta el crecimiento de las fakes news es que los jueces lleguen a proteger la mentira bajo el paraguas de la libertad de expresión. Protegernos de la difusión de mentiras y de las deliberadas campañas de desinformación contrastadas debe ser un objetivo común y a nadie debe alarmar que se establezcan mecanismos contra ello, con las debidas garantías para proteger la libertad de expresión. Sólo quien no cuenta con otro medio que la mentira para alcanzar su objetivo puede rechazar que se ponga coto a un mal que crece por días y que solo se puede valorar en su justa dimensión cuando un ataque público basado en falsedades le afecta uno y, por él, sufre la mirada inquisidora de una sociedad propensa a creerlo todo.

Bomarzo

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