Si les gusta el fútbol, probablemente hayan visto en alguna ocasión por televisión algún encuentro del Liverpool en Anfield. Antes de echar a rodar el balón, los miles de aficionados red que se dan cita en las gradas interpretan a coro la canción convertida en himno del club: You´ll never walk alone. Quien lo ha presenciado en directo habla de auténtica magia, pero basta hacerlo frente al televisor para que se te ericen y pongan los vellos de punta.
Comparo la sensación que evoca esa experiencia con la percibida este viernes cuando en las escalinatas del Parlament catalán los representantes de los partidos independentistas y los alcaldes entregados al prusés entonaron al unísono Els segadors. En ambos casos asistimos a un acto de afinidad y emoción compartida por una asombrosa multitud, pero mientras en Anfield se hace irresistible entregarte al sentimiento arrebatador que brota de las gargantas de esos tipos rudos y enrojecidos, en el del Parlament, el escenario mismo, los gestos y el eco que reverberan los altos muros del Palau, empujan a evocar una conjura siniestra y fascistoide que te agarra por el estómago y te quita el apetito. Lo siento por los que habrán llorado de emoción al ver las imágenes y sentirse honrosa parte de un momento histórico, pero daba miedo.
Lo que veo, leo y escucho al otro lado de esa frontera imaginaria que nos han impuesto al resto de españoles, y a los de ese lado también, no hace sino agudizar la tristeza y la pesadumbre que emana del eco de ese himno solemne convertido en vínculo consanguíneo entre sus aplicados intérpretes. Y todo me recuerda en exceso a una aterradora película dirigida hace unos años por el austríaco Michael Haneke y titulada La cinta blanca, que está ambientada en la Alemania de los años previos a la Primera Guerra Mundial. Cuando la presentó en Cannes, el propio Haneke advirtió que su filme trataba sobre la educación y sobre cómo se transmiten los ideales: “El problema es que si los ideales son absolutamente puros terminan por ser absolutamente dañinos”. Además, explicaba que había querido “llevar la historia al pasado para no confundir. No se trata de cómo surge el autoritarismo en Alemania, sino de cómo puede surgir en cualquier lugar del mundo y en cualquier época de la historia”.
Tampoco es mi intención equiparar a la Cataluña actual con cualquier momento o movimiento histórico del pasado, sino constatar que, efectivamente, los gestos autoritarios pueden producirse en cualquier lugar del mundo y en cualquier época, como ha ocurrido los días 6 y 7 de septiembre y este 27 de octubre en el Parlament de Cataluña a iniciativa de su propio Govern, bajo la premisa de dar respuesta a un sentimiento independentista que nadie podrá negar que haya dejado de estar presente en la sociedad catalana durante los últimos cuarenta años, pero que ha sido indiscriminadamente alimentado y reinventado en orden a un plan que se ha precipitado desde el sometimiento del nacionalismo tradicional a los caprichos de la CUP.
Cuando escribo estas líneas es Mariano Rajoy quien parece haberse adueñado definitivamente del relato, después de los momentos de bochorno y gloria protagonizados por Puigdemont en apenas 24 horas -a uno de sus compañeros de partido, antes de la patética comparecencia del jueves, lo llegaron a perseguir por la calle al grito de “¡mediocre!”: es evidente hasta donde llega la prudencia de los independentistas cuando se trata de insultar a los suyos-.
En realidad da igual quien rivalice por escribir la historia, ya que lo que van a prevalecer son las heridas: sociales, políticas y económicas; y no van a ser suficientes las banderas de unos y otros para taponarlas y evitar que sangren durante mucho tiempo, ni tampocos los himnos servirán de consuelo. Es imposible el final feliz; ni el más parecido lo será, el del restablecimiento de la legalidad a través de las garantías constitucionales. No se trata de reparar sonrisas, sino la convivencia misma. Saber cómo hemos llegado hasta aquí es sencillo; lo difícil sigue siendo encontrar una salida.