Esta semana se han cumplido 25 años de una de las etapas memorables de Miguel Indurain en el Tour de Francia: la crono de Luxemburgo, tras la que L´Equipe bautizó al ciclista navarro en su portada del día siguiente como “el extraterrestre”. Puede que usted también se haya hecho la pregunta inevitable: “¿dónde estaba aquel año?”. Yo lo recuerdo perfectamente porque seguía las etapas a diario, y muchas de ellas acompañado de mis primos en su casa del campo: en las de montaña aprovechábamos las bajadas y los llanos para darnos un chapuzón, antes de seguir la inmutable progresión de Indurain por los Pirineos o los Alpes pegado a Claudio Chiappucci, por el que sentíamos cierta conmiseración por su condición de eterno secundario.
Para llegar a Pinganillo, que era el nombre que su abuela había tomado prestado de una finca de El Cordobés para referirse al campo, podías ir a pie, por el camino que partía desde la trasera del cementerio, o en coche, poniendo a prueba los amortiguadores del 127 a través de un carril pedregoso y erosionado a causa de la lluvia del invierno y del olvido.
Después de leer la noticia sobre el aniversario de Indurain me he ido al Google Maps para ver cómo le han sentado estos 25 años a ese trozo de tierra impracticable para el cultivo, pero en el que, sorteando desniveles, rastrojos y piedras calizas, llegamos a dar forma a nuestro propio campo de fútbol cuando éramos más niños. Hice una captura de imagen de la entrada y se la mandé a uno de mis primos para saber si reconocía el sitio, del que se desligaron hace ya casi veinte años. Después le pasé la vista aérea y ya sí me contestó de inmediato: “Pinganilloooo!!!”
Lo primero que llamaba la atención era que todos los carriles estaban ya asfaltados -en 1992 el street car de Google iba a subir hasta allí por los cojones-. El campo, no obstante, conservaba la casa original y la alberca reconvertida en piscina. Todo lo demás estaba solapado por una extensa lengua de alquitrán sobre la que había aparcada, en el lado derecho de la finca, una flota de camiones de construcción. “All things must pass”, concluyó en su siguiente mensaje, antes de repasar, en un tour de force memorístico, algunos momentos inolvidables, como si tuviéramos que dar pistas a los guionistas de Cuéntame para un próximo capítulo o, simplemente, para reivindicar el poder de la nostalgia sobre el de la añoranza.
Desde lo de Armstrong, el Tour ya no ha vuelto a ser el mismo. Ni siquiera nosotros lo somos, y no solo por la edad. Han pasado 25 años desde entonces y hemos aprendido a aceptar el presente con la esperanza limpia de tener muchas más cosas que recordar cuando sigan pasando 25 años más, aunque haya situaciones con las que cueste lidiar y vivamos inmersos en una vorágine constante de cambios y miedos.
Circula por whatsapp una de esas pequeñas fábulas morales que se hacen virales -la de una señora mayor que pide una bolsa de plástico en un supermercado y se lleva la reprimenda del cajero- que refleja con cierta proximidad los cambios vividos en este cuarto de siglo, y no por el mero hecho de reivindicar que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino por revelar una contradicción evidente: quienes denuncian los fracasos del presente, son corresponsables directos del mismo.
El 92, por ejemplo, no sólo será recordado por Indurain o la Expo de Sevilla, también por la grave crisis que sacudió nuestro país, la más grave hasta la de 2008. Para salir de esta última hemos encontrado en el turismo una de las grandes tablas de salvación en mitad del inmenso naufragio de casi una década. Y sin embargo, ya se está advirtiendo del riesgo de apostarlo todo a una sola carta. Hasta Málaga, referencia de lo que se debe hacer para relanzar una ciudad partiendo de su propio centro histórico, comienza a dar ya señales de debilidad, saturada de denigrantes despedidas de soltero (y de soltera) por sus calles, y víctima de esa horrible palabra intraducible: la gentrificación.
Nuestra provincia, nuestras ciudades, quieren seguir su ejemplo -Jerez debería hacerlo-, pero no aprendamos solo de sus éxitos, sino también de sus errores, ahora que estamos a tiempo. También está en juego nuestra propia memoria del presente, y queremos que sea impagable, como la del 92.