Si han tenido la oportunidad de ver algunas de las fotos de los auténticos Bonnie Parker y Clyde Barrow, estarán conmigo en que apenas conservan parecido con Warren Beatty y Faye Dunaway; de haberlo hecho tal vez no tendrían que haberse dedicado al crimen, podrían haber triunfado en el cine igualmente, casi como hizo George Raft, de sospechosas amistades. Medio siglo después y no sé cuántas operaciones faciales desde entonces, Beatty y Dunaway difícilmente se parecen ya a sí mismos.
Visto así, tal y como lo presenciamos todos, invitarlos a entregar el Óscar más importante de la noche con motivo de los 50 años de Bonnie & Clyde, no era buena idea desde el principio, ya que se basaba en usurpar un recuerdo, más que en celebrarlo, por más que compartieran idéntico final: como en la película, los dos terminaron acribillados, salvo que no por las balas, sino por las críticas, y en plena orilla del ridículo, ese lugar del que dicen es difícil regresar una vez que lo has visitado.
Puestos a usurpar recuerdos, pudo haber sido peor, ya que no descarto que a alguien se le hubiese ocurrido proponer que el premio lo entregara Kirk Douglas por su reciente cumpleaños centenario, incluso con Faye Dunaway, que fue su pareja en El compromiso. Al fin y al cabo, lo que cuenta en este tipo de eventos es la relevancia, que pasa por ser uno de los atributos peor entendidos de los últimos tiempos, puesto que, pese a sus viejas aspiraciones, obedece a nuevas reglas y está al alcalce de cualquiera que sepa manejar un smartphone. Pongamos por caso a Brian Cullinan.
Cullinan era uno de los dos portadores de los sobres de la gala con los nombres de los premiados. Su único trabajo en toda la noche consistía en situarse en uno de los accesos al escenario e ir entregando a cada presentador el sobre correspondiente. No hablamos del guardia de seguridad de un Madrid-Barça que se pasa todo el partido sentado y mirando hacia la grada sin poder echar un vistazo atrás cuando van a lanzar un penalti o una falta, sino de un trabajo por el que más de uno daría dinero para ejercerlo. Pues Cullinan no pudo resistirlo y, ante tanta estrella y tanta belleza paseando a su lado, sacó el móvil y empezó a hacer fotos a los ganadores en el backstage y a subirlas a su perfil de Twitter bajo ningún otro interés apreciable que el de constatar un “estoy aquí” y engordar su lista de seguidores.
Si en vez de dedicarse a hacer fotos, comentarlas, compartirlas, enlazarlas y subirlas a su perfil, se hubiese mantenido en su sitio y atento al desarrollo de la gala, no se habría equivocado de sobre, habría evitado algunos bochornos y concedido su auténtico momento de gloria a Moonlight, ya que lo de Beatty y Dunaway no tenía mucho remedio. El problema de Cullinan es que, hasta hace unos años, y ante una situación similar, podría echarle la culpa a alguna copa de más, pero ahora, aparte de maldecir al twitter, sólo podrá hacerlo a la estupidez, que parece tener menos remedio que el alcohol y haberse extendido como un virus a través de las redes sociales.
Hace poco, el escritor y periodista John Carlin anunció que cerraba su cuenta de Twitter. Lo hacía en contestación a la victoria de Donald Trump y, más aún, a la continua sarta de mentiras que el presidente norteamericano traslada a diario a sus seguidores a través de su cuenta. Según Carlin, si todo el mundo siguiera su ejemplo, Trump no tendría a quien predicar, se quedaría sin público, y el mundo un poco más tranquilo. Es un caso tan improbable como extremo, pero las visiones apocalípticas acerca del mundo de las redes sociales se han hecho ya tan ciertas como las naderías que sostienen el negocio, o como los linchadores profesionales que campan por su ciberespacio con total impunidad, entre otras cosas porque han reivindicado una necesidad, la de reconsiderar el rumbo al que nos conduce la dependencia/adicción tecnológica que controla nuestras vidas y que ha terminado por condicionar la propia forma de comunicarnos entre nosotros y con el propio mundo.