Cada vez que el hombre del tiempo lo anuncia en Málaga resuena como una especie de maldición: el terral. Cuando sopla, golpea y abrasa, como si fuera un escupido de arena y fuego, aunque eso es algo sobre lo que las guías de viaje no advierten a los millones de turistas que visitan al año la Costa del Sol, lo que viene a confirmar que no existe paraíso sin su propia leyenda y sin secreto a buen recaudo entre sus nativos. El nuestro se llama Levante, y lo mismo es aliado que enemigo, aunque quien no haya tenido el gusto podrá tomarlo de inmediato por lo segundo.
De hecho, seguimos recordando cada verano en función de lo mucho o poco que haya soplado; y este año será de los que, inoportunamente, harán historia: sólo en el mes de agosto llevo contabilizados hasta diez días de levantera. Habrá familias que, cumplimentada su frustración, no repitan, y hasta se han encargado de confirmarlo.
Ha sido superior a sus fuerzas, y la resignación no entra dentro de los planes vacacionales, por mucho que les aconsejaras bajar a la playa aprovechando la bajada de la marea: el viento golpeaba con tanta fuerza sobre el mar que podías ver olas sostenidas en el aire durante un par de segundos, como si tuvieran que franquear una barrera invisible, y su espuma convertida en puntos suspensivos sobre la orilla, vencida y rendida su fuerza a la hora de alcanzar la arena. Un espectáculo con el que consolarse.
Los que lo conocen lo sufren en forma de jaqueca, con quebraderos de humor o encerrados entre cuatro paredes; justo lo mismo que viene ocurriendo con la negociación entre PP y Ciudadanos. Sólo falta que nos confirmen que durará días impares para hallar en el viento de Levante la causa a tantas tensiones. De ser así, bien le valdría sacudir con sus arreones tanta estrategia encubierta, aunque sólo fuera para descubrir quiénes son los inútiles que aprovechan para barrer las hojas del suelo, sin que la mención haya que atribuírsela exclusivamente a quienes siguen encerrados entre cuatro paredes; también le compete a quienes dicen no al PP y no a unas terceras elecciones, como si la salvaguarda de las matizaciones generasen más confianza que decepciones.
El mes de agosto llega a su fin. El mes en el que Mariano Rajoy se veía investido como presidente del Gobierno ha agotado el calendario. Muchos españoles regresan ya a sus hogares y a sus puestos de trabajo sin que nada haya cambiado durante los últimos 30 días, salvo que Casillas ya no va convocado a la Selección Española.
Con el Gobierno aún en funciones, puede que Rajoy se aferre al hecho de que “un hombre que vigila lo que pasa a su alrededor logrará lo que se proponga”, pero ésa es una frase que, por mucho que lograra acomodar a su papel tras el fiasco del 20D, sigue quedando mejor en boca de Alan Ladd cuando la pronuncia en Raíces profundas, entre otras cosas porque tiene un sentido de la épica de la que carece este periodo de vacío e incertidumbre al que ya no alimenta ni las buscadas provocaciones con las que en su día se acreditó Pablo Iglesias, ahora debilitado y desaparecido.
En julio, en plena tertulia radiofónica, hubo quien advirtió: “A ver qué político es capaz de irse ahora de vacaciones, siquiera de dejarse fotografiar en una playa, hasta que no se resuelva la formación del nuevo gobierno”. No creo que lo dijeran en sentido irónico, ni con doble sentido, sino con un imprescindible sentido común, que aquí sólo nos sirve para provocar carcajadas, como si lo más parecido a reivindicar la responsabilidad de nuestros políticos fuese evocar un chiste de Eugenio.
En cualquier caso, lo de la foto en la playa sigue siendo lo de menos, como ha quedado demostrado. Lo que de verdad indigna al ciudadano es que sus señorías lleven ocho meses cobrando sus sueldos sin mayor esfuerzo que el de cubrir el expediente y convertir cada reunión en una excusa para reclamar protagonismos. Qué pena que Ciudadanos haya olvidado una cláusula al respecto en su propuesta de negociación. Será cosa del Levante, que transtorna, somete y nubla la mente. A ver si mañana es por fin impar.