Patricia lo tenía decidido. Solo esperaba el momento oportuno para llevar a cabo su determinación y ese día llegó una mañana estival cuando el sol clareaba la marisma. Eran las seis y media. Bajó de la cama silenciosa y entró en la habitación contigua donde la noche anterior había preparado lo necesario para el viaje ansiado. José roncaba ruidosamente y hasta ella llegaba el aliento agrio que inundaba la alcoba desde muchos años atrás. Bajó sigilosamente los dieciséis peldaños de la escalera y giró el tirador de la puerta de la cocina. Se dirigió a la mesa donde aún quedaban restos de la última botella que su marido había apurado antes de acostarse. Dejó junto a ella una carta y abrió la salida trasera de la casa. Los primeros rayos de aquel sol que a ella le pareció más radiante que nunca le erizaron el bello y por primera vez desde que conoció a José se sintió viva. Un inenarrable sentimiento de felicidad la embargó al arrancar el coche, mientras paulatinamente la silueta de lo que hasta ese momento había sido su presidio se difuminaba en el retrovisor. A mediodía José, sudoroso y mal oliente, se desgañitaba llamándola a gritos por todas las habitaciones tratando de encontrarla inútilmente, pero ella se encontraba ya a cientos de kilómetros. Por fin, entró en la cocina y al coger la botella para empezar un nuevo día de borrachera, reparó en la carta. La abrió y leyó aún somnoliento.
Te amé con toda mi alma. Te entregué mi juventud y mi inocencia y siempre te fui fiel. Tuvimos dos hijos a los que durante años oculté tu violencia, para que ninguno se avergonzara de tí. Hoy, que ya son mayores, conocen mi decisión y cuento con su aprobación. Ya no tendré que mentir más en el ambulatorio, donde tantas veces me curaron las heridas que tus palizas me producían y que siempre excusaba diciendo que eran debidas a caídas o resbalones. El ultraje y las humillaciones a las que me sometiste, quedan para siempre entre las paredes de esa celda de torturas, testigo tácito de mi angustia y mi sufrimiento. El dinero que gané limpiando comunidades, asistiendo a ancianas o cuidando niños de gente rica para mantener tus vicios, lo doy por bien empleado porque también sirvió para darle educación a mis hijos y hacerlos hombres de provecho. Tu tiranía y tus chulerías, no han hecho más que fomentar en mí esta ansia de libertad que hoy emprendo. No te deseo mal alguno porque ya tienes bastante con la condena de soportar tu propia naturaleza. Espero no volver a verte nunca más, y si vivo para conocer tu fin, que presumo próximo, no me alegraré. Pero mis ojos tampoco derramaran una sola lágrima.
Por último, te diré que en esos momentos de arrebato, cuando tu instinto de maldad te domine y no tengas donde descargar tu ira, estrella la hebilla de tu correa contra tu propio rostro reflejado en un espejo por que en mi cuerpo nunca más volverás a hacerlo. Hasta nunca. Patricia.