Los hermanos José y Jesús de las Cuevas firmaron textos costumbristas que testimonian su profundo amor y conocimiento de la idiosincrasia andaluza, páginas bellas sobre las fiestas tradicionales y la cultura meridional. Sus obras literarias y periodísticas nunca pasarán… Con “Historia de una finca” aportaron, sin duda alguna, la más fiel interpretación de la sociedad rural del primer medio siglo XX andaluz.
José de las Cuevas Velázquez-Gaztelu (Madrid, 1918-Arcos de la Frontera, 1992) y Jesús de las Cuevas Velázquez-Gaztelu (Madrid, 1920-Ronda, 1991). Durante casi un cuarto de siglo, José y Jesús de las Cuevas vivieron una especial relación de íntima hermandad, ejemplar testimonio de amor fraterno. José, enfermo y paralítico, sin movimiento y sin voz, sólo tenía la mirada para expresarse. Jesús, pese a estar durante años prisionero de la depresión, fue fiel sostenedor de su ánimo, entregándose a la noble tarea de representar cada mediodía y muchas tardes el papel de patriarca. Lo recordamos en 1991, cuando Jesús murió en Ronda poco después de asistir a la presentación de un libro de su amigo Francisco Garrido. Desde entonces, seis meses y poco más, nadie fue capaz de decirle a José que Jesús no volvería más. Pero la ausencia marcaba el vacío y en ocasiones, José lloraba dulcemente. Si alguien, por razones que no vienen a cuento, alguna vez le gritó la muerte de Jesús, seguro que él prefirió no entenderlo y seguir manteniendo la ilusión de verlo entrar, como siempre, durante casi un cuarto de siglo, con el semblante sereno, para mirarse en sus ojos. Todos los mediodías se producía idéntica ceremonia: Lucía ofrecía el catavino de jerez, Jesús daba un cariñoso cachete en la cara del hermano impedido y le decía cuatro cosas amables. Leía el periódico en voz alta. Comentaba con su fino humor cualquier anécdota de personajes de la tierra. Y José cambiaba su rostro inexpresivo, ausente, para reflejar su silente gratitud.
Cuando murió Jesús, sus amigos pensamos que José no tardaría en seguirle. Y así fue. Entonces terminó una vida doblemente creadora, en la que dos hermanos unieron sus nombres para firmar sus obras literarias y periodísticas, noble gesto mantenido por Jesús después de la enfermedad de José, que alcanzaría toda la grandeza humanamente posible precisamente en la adversidad que impedía a uno de ellos seguir escribiendo.
Otros autores seguirán comentando, como recientemente en Arcos de la Frontera, la calidad de sus obras, variado abanico de novela, ensayo, historia, biografía, teatro y documentación, siempre sobre temas andaluces, sin apartarse de su camino libremente elegido y a sabiendas de que se automarginaban de los cenáculos madrileños. Cuánto interesado silencio sobre sus aportaciones básicas sobre Andalucía, admitido sin una queja, tolerantes, sabiéndose humildemente satisfechos y seguros de sí mismos.
Hay otra faceta creadora en José y Jesús de las Cuevas, que es el artículo periodístico, en las páginas de ABC y de numerosas revistas dedicadas a las fiestas primaverales sevillanas. Desde la primavera de 1943 hasta la de 1962, José de las Cuevas escribió más de un centenar de artículos, además de otros firmados conjuntamente con su hermano Jesús, como aquella preciosa serie sobre las rutas de la Baja Andalucía: la del sol, la frutas, los toros y los pueblos blancos. Fueron las páginas periodísticas el soporte principal y quizás único de sus reflexiones sobre las esencias sevillanas, testimonio perenne para quienes deseen conocer los misterios de nuestra ciudad. José de las Cuevas interpretó los perfiles más difíciles de la Semana Santa, de la Feria de Abril y de la vida cotidiana en la Sevilla de los años cuarenta y cincuenta, tan ricos en matices.
Quienes quieran conocer cómo son las raíces de nuestras costumbres, que relean a José y Jesús de las Cuevas en las páginas de Historia de una finca. Sensibilidad, conocimiento de la tierra y sus personajes, estilo directo y fácil, recuperación del léxico rural, vivencia, comprensión, admiración, sabia sencillez, gracia natural, oportunidad, todo, en fin, cuanto caracteriza a unos escritores de raza. Y, eso sí, sin el más mínimo viso de vanidad, sin creerse nunca el ombligo del mundo.