“El futuro es halagüeño, aun a pesar de las preocupantes previsiones que apuntan a un progresivo deterioro de la situación económica a escala planetaria”.
¿Cómo puede afirmarse tal cosa? ¿Cómo sostener una aseveración de esta índole si, de inmediato, sin solución de continuidad, se trae a colación el pesimismo de los expertos, la evidencia incontestable de los parámetros macroeconómicos? ¿Cómo puede defenderse una cosa y su contraria? Puede defenderse, puede defenderse, nos aquietan las autoridades de las instituciones económicas y financieras mundiales henchidas de serena confianza en lo que ha de venir, reconfortadas ellas mismas por las muy provechosas horas de debate y reflexión que han compartido en Washington los líderes de las potencias del planeta, ricas y emergentes. Las voces más autorizadas de los organismos implicados en la diagnosis y el control de la actividad económica internacional han convenido en el análisis: el sistema saldrá adelante sin ningún género de duda mediante el ingenioso ardid de reformarse a sí mismo. Es como el reptil que, taimado y ponzoñoso, se desprende de su piel para continuar siendo el mismo a pesar de la metamorfosis, ha manifestado un renombrado analista económico haciendo uso de una metáfora que sus colegas han acogido con incomodidad y a la que, en las esferas más implicadas en este vasto proyecto reformador, no se ha dudado en calificar de inadecuada. Los ofidios tienen esta pésima reputación y, aunque se proceda de buena fe, cualquier comparación con los hábitos de la sierpe, encarnación del mal en la tradición bíblica, despierta inevitables suspicacias. Pero más allá del desacierto en el empleo de las figuras retóricas, todos coinciden en lo fundamental. La prensa internacional ha podido comprobarlo con el cotejo de las declaraciones recogidas entre los portavoces más cualificados del FMI, la OCDE, el Banco Mundial, el G-8 y la Reserva Federal de los Estados Unidos. Los periódicos económicos de prestigio han invertido un caudal generoso de tinta para describirnos el entusiasmo unánime que anida entre los muñidores del nuevo orden económico mundial, aunque, entre tanto estrépito, ha dejado de oírse una opinión que, si de lo que se trata es de refundar el capitalismo, no debería obviarse de ninguna manera. Nadie ha reparado en esta ausencia.
¿Nadie? No, nadie, no. Un avezado reportero del modesto rotativo The pedestrian pages ha dado con el paradero de este personaje en un inmundo suburbio de una insalubre megalópolis africana. Para los menos informados habremos de aclarar que aquél de quien hablamos responde al nombre de Moroso Nmenguo, propietario de la mayor miseria del planeta, según se recoge en el último número de la revista Forbes.
“El futuro se antoja esplendoroso pues, si como todos deseamos, los planes propuestos se llevan a la práctica según lo acordado, todavía mañana podremos seguir enorgulleciéndonos de que la de los Nmenguo es la mayor de las pobrezas de la Tierra”. El patriarca de los Nmenguo sabe de lo que habla. La familia ha vivido durante los últimos meses momentos de enorme zozobra e, incluso, según confirma el entrevistado al redactor del The pedestrian, el consejo de administración de esta pobreza de solemnidad sopesó muy seriamente la posibilidad de una fusión con alguna otra insolvencia del gueto para, mediante esta operación financiera de urgencia, hacer frente del mejor modo a tan funestos tiempos. “Ya no será necesario pues el G-20 ha garantizado el protagonismo del mercado frente a las veleidades redistributivas, una política que, sin duda, preservará la solidez de mi enorme indigencia”, confía al periodista sabedor de que un suceso tan nimio como el hallazgo de medio dólar entre el fango puede dar al traste en un instante con la más consistente de las penurias.
“Sólo puedo decir que el día de hoy es histórico”, concluye Nmenguo mientras reabsorbe con estrépito una densa y olivácea vela de mocos que había conseguido elongarse hasta la altura del cuello de su camisa.