La Ley de Dependencia era el cúlmen del estado del bienestar al considerar la asistencia a las personas con problemas como una obligación del Estado, amén de la creación de puestos de trabajo que supone la asistencia de calidad a los beneficiarios. Nació, no obstante y como todas las leyes, con muchos problemas de financiación y va camino de morir, precisamente, por problemas económicos, aunque se trate en este caso de una crisis que ha dejado de entender de personas y atender sólo a los números en pro de la corrección del déficit del Estado aun eliminando derechos conseguidos a lo largo de decenios.
Lo normal, dadas las circunstancias, es que cercenada la Ley de Dependencia hasta límites se paralizarla, es que la situación de mantuviera en las mismas coordenadas en que se encontraba antes del parón decretado por el Gobierno. Pero lejos de esperar un mal menor, las asociaciones de autoayuda esperan lo peor, con el agravante de que ni siquiera les está quedando tiempo para adaptarse a una nueva situación, sino que el grifo se lo han cerrado de pronto, sin avisar.
El hecho de que la Junta de Andalucía vaya a reducir un 22 por ciento las subvenciones a estas organizaciones sin ánimo de lucro, de que lleve sin pagar desde el mes de agosto pasado, de que no haya por delante un calendario para normalizar la situación, hace que esté en peligro mucho más que una serie de entidades que les han estado haciendo buena parte del trabajo a las administraciones.
Lo que está en peligro es la propia concepción de la asistencia a los dependientes y con ello el desmantelamiento de principios de los que esta sociedad se sentía orgullosa y que en caso de desaparecer serán un delito de lesa humanidad.