Ni los socialistas se meten varios gramos de cocaína al día, se van de putas y se pegan comilonas indecentes, ni los populares están podridos de dinero por sobresueldos ilegales. Ni lo uno, ni lo otro. El que unos militantes delincuentes -no se les puede llamar de otra manera- hayan usado presupuestos públicos para protagonizar la cara más fea de la política no convierte a sus partidos y al conjunto de sus afiliados en personas corruptas que deben ser sometidas al escarnio público de unas prácticas vomitivas de las que no han participado ni participarán.
No quiero restar ni un milímetro de gravedad a lo ocurrido en los casos de los EREs para el PSOE andaluz, ni la Gurtel para el PP, pero bien harían ambas formaciones políticas en dejar de universalizar en el adversario comportamientos nauseabundos de unos pocos. Sencillamente porque más que cómplices, son víctimas. Por supuesto que hay que poner el foco -y denunciar con megáfonos si hace falta- sobre los sinvergüenzas que usaron dinero público para sus vicios inconfesables o los que doparon sus vidas con fajos de billetes en negro. Bien harían estas formaciones políticas en expulsar de inmediato a estos aprovechados de la cosa pública o a las direcciones que toleraron o impulsaron estos procederes reprobables, pero se equivocan si quieren ir más allá.
Corresponde a PP y PSOE dignificar la política, elevarla a la máxima categoría de consideración, condenando los hechos y desmarcándose de ellos cuando se produce en su seno y no intentar sacar rédito electoral si se perpetran en la acera de enfrente arrojando estos hechos delictivos a la cara y la imagen del adversario generalizando lo que es singular.
En un escenario de polarización y frentismo instalado en el mapa político, no quiero pecar de candidez porque soy consciente de que lo que estoy reclamando no casa con ninguno de los argumentarios que distribuyen a diario las direcciones de los dos principales partidos de este país. Con todo, deben saber ambas formaciones que sólo con la política salvaguardan la democracia y están hundiéndolas a ambas al embarrarlas hasta unos límites insospechados. Así las cosas, a este paso, a la política cada vez llegarán menos gente con valía y sólo arribistas o mediocres porque los buenos profesionales no querrán dedicar algunos años de su vida a la cosa pública sabedores de que nada más tomar posesión tendrán varios ejércitos de francotiradores apuntándoles sin clemencia: además de la prensa, los jueces y los sindicatos, los cortoplacistas adversarios ideológicos.