Mis primeros recuerdos de
Antonio Agujetas me llevan a mi niñez. Intentaré ser muy sincero en estas líneas evitando entrar en aspectos morbosos que muchos de los lectores ya conocen del cantaor por sus múltiples declaraciones en entrevistas realizadas a lo largo de su vida. Sabemos que pasó por la cárcel, que cayó en el oscuro mundo de la heroína cuando esta droga se instaló en la juventud de los ochentas y que no paseó por un camino de rosa durante su vida. Todo esto se sabe y es innecesario pormenorizar al respecto.
Me gustaría hablar de
Antonio de los Santos Bermúdez, quien dio su último respiro en la madrugada, casi amaneciendo, del 27 de diciembre del año que ya despedimos. Como ocurrió con su padre, el gran Manuel, al que él mismo definió como “el bicho” cuando el patriarca murió el 25 de diciembre del 2015, su edad no estaba del todo claro: unos dicen que tenía 57 y otros que 61.
Queda claro, por tanto, que ser Agujetas imprime carácter y que el misterio revolotea todo el contenido vital de la saga. Antonio se despidió entre unos cuantos en el tanatorio Mémora, justo en frente del cementerio de Jerez donde ya reposan sus restos. No demasiados artistas cumplieron con el deber, porque a este cantaor
había que decirle adiós como merecía. Cierto es que este prodigio del cante jerezano ya hacía años que no formaba parte de la vida cotidiana de la ciudad, de los ambientes festivos, sobre todo una vez que llegó la pandemia.
En mi niñez, y volvemos al principio, lo veía con un cuerpo erguido y elegante, por la Corredera, cuando yo iba camino del colegio sobre las 7 y media de la mañana. No voy a negar que me producía inquietud y hasta me intimidaba. Me pasaba lo mismo con su padre. Aparecía en pocos carteles pero Manuel lo sacaba en algunos de sus recitales como en que dio en la Plaza de la Asunción en 2007, y viceversa, pues él pidió a la Peña La Bulería que confiaran en su hijo nuevamente, cuando la sede estaba en la calle Mariñiguez, y que si no estaba a la altura él saldría a cantar para apoyarlo. Así ocurrió.
De forma más cercana lo conocí cuando yo tenía 17 años, en aquellos sábados por la tarde en los que en la peña referida se improvisaba una fiesta de cabales y él aparecía para cantar por seguiriyas, soleá, fandangos o lo que le echaran. Hay que destacar que Antonio cantaba a compás de forma sobrada, por tientos tangos, alegrías o bulerías. Formidable.
Tal fue la frecuencia de estos encuentros que, también auspiciado por su hermana Dolores, Antonio volvió a subirse a los escenarios en la dicha peña en noviembre de 2013 formando una auténtica revolución.
Emocionaba en cada gesto, sus tercios dolían y construía una figura irrepetible en cada cante. Recuerdo las lágrimas cayéndome por la cara. Tan sonado fue aquel rencuentro con la afición que meses más tarde pasaría por la Peña Los Cernícalos, la Fiesta de la Bulería, por la escuela de José Ignacio Franco, en la Guarida del Ángel y otros escenarios a nivel nacional. Domingo Rubichi era su mejor escolta, dentro y fuera del escenario. También es de justicio hablar de Alberto San Miguel, con quien conformó dúo entrañable durante años.
Desde entonces fui su fiel seguidor aunque en los últimos meses, he de reconocer, prefería quedarme con el recuerdo. En verano de 2022, el bueno del amigo Andrés, un proactivo del flamenco en la costa del Sol, organizó
un festival flamenco en Benalmádena y se lo dedicó a la memoria de Agujetas. Claro, él quiso que estuviera Antonio y tanto que estuvo. Lo que yo no me esperaba que días antes de celebrarse el espectáculo recibiría una llamada para que fuese su chófer. Al principio me lo pensé porque, aparte de todo, no me gusta conducir de madrugada tantos kilómetros pero acepté y me lo tomé como una experiencia más.
Lo cité a una hora y cuando llegué ya llevaba él media hora esperándome porque era muy profesional, era su noche, se sentía nuevamente artista y tenía todas las ganas del mundo por subirse al escenario después de un tiempo. Estuvimos hablando las tres horas de camino de ida y las de vuelta, e incluso tuve la osadía de pedirle
que me cantara algunos fandangos que tanto me gustan de su gente y que él hacía especialmente bien. Vuelvo a recordar las lágrimas en mis mejillas. Cantó mejor que en el escenario porque, como no quiero pecar de fanático, no tuvo su noche aunque lo que contaba era que él estaba allí, en el homenaje a su padre.
Llegamos a Jerez a eso de las tres de la mañana y lo dejé en casa, quedándome el regusto de haber compartido esa experiencia con un ser especial en todos los aspectos. Más adelante supe que cantaba en reuniones que unos buenos aficionados organizaban para escucharlo y, de camino, darle calor. Lo tenían, y seguro lo siguen teniendo, en un pedestal. Les aplaudo porque fueron leales a lo que entendían justo y necesario.
El pasado mes de octubre quise estar en la Peña La Zúa, presidida por el amigo Jesús López. En principio tendría que haber estado en el ciclo del año anterior pero por motivos de salud no pudo estar y Jesús le respetó ese hueco, cumpliendo con el compromiso en este 2023. Allí se concentraron los aficionados buenos de Jerez y otros tantos llegados de distintas partes de España que buscaban en Antonio el eco del ayer, el sentir de tiempos pasados, la fragilidad de la emoción, el llanto doliente de quien estaba tocado por la varita, el perfil de un ser único… casi entendíamos que sería de las últimas veces en estar con él en un escenario. Así fue.
Cuando recibimos la noticia nos apenamos pero, como hombre de fe, entendí que estará en un mundo mejor en el que quizás sea más comprendido que lo fue aquí, incluso encontrará el amor eterno que merece. Que Dios lo acoja en su reino y que la afición que lo siguió lo recuerde con todo el respeto y la grandeza como el
extraordinario cantaor fue y como un gran heredero del cante de los Agujetas. En 2017 publicó el disco
Por nuestro bien, sumándose a otros que editaría desde su juventud como el que grabó junto a Moraíto (1991) o el de
Gritos de Libertad (1999), con José Serrano. Aconsejable el documental de
Palabra de Agujetas, de Juan López Cepero, en 2018. Lo dicho, Antonio fue un irrepetible cantaor, así lo recordaré.