Este verano he vuelto a Marbella después de muchos años. Tampoco es que haya cambiado en exceso. Como entonces, dudo que le vayan a dar el premio a la ciudad más bonita del mundo, pero sigue sacándole partido al escenario de una forma extraordinaria. En este sentido, lo que han cambiado son las sensaciones que destila, por su cosmopolitismo y su exclusividad, y porque acabas llegando a la conclusión de que cada vez hay más gente con mucho más dinero.
Lo escribía esta semana Nacho Sánchez en un reportaje en El país: “Marbella es la preferida de los ricos”; y cita como ejemplos que cuenta con la segunda calle con las propiedades más caras de todo el país o que de las diez calles más caras para comprar vivienda en España, cinco están en el célebre municipio de la Costa del Sol, que conforma junto a Estepona y Benahavís el “triángulo del lujo inmobiliario nacional”.
Si vas al Starlite, donde te cobran diez euros por una cerveza antes de cada concierto, debes atravesar una de esas zonas residenciales en las que el precio medio de cada villa oscila en torno a los ocho millones de euros, aunque lo que sorprenda no sea el precio, sino que haya gente haciendo cola para comprarse una.
Los datos objetivos ratifican la situación privilegiada alcanzada por Marbella, pero por encima del dato prevalece esa sensación de que cada vez hay más gente con más dinero. Y si no vale con la sensación, también tenemos el dato objetivo: “El número de ricos acelera en España y bate un nuevo récord”. Para estar en esa lista hay que contar con un patrimonio mínimo de seis millones de euros y en este momento, en nuestro país, hay casi 9.200 personas que lo declaran como tal a la Agencia Tributaria; más contundente aún, hay un millar de ricos más que el año anterior.
Eso en lo que respecta a los ricos, a los que siempre hemos llamado “millonarios”, pero es que en el conjunto de España hay 231.367 personas -aquellas cuya fortuna supera los 700.000 euros- que tuvieron que declarar el impuesto del patrimonio en 2021, un 5,65 % más que un año antes. Estos contribuyentes declararon un patrimonio total de 849.214 millones de euros, un 10,5 % más, concentrado especialmente en capital mobiliario e inmobiliario. Una vez aplicadas todas las deducciones y bonificaciones, los 201.775 ciudadanos obligados al pago de la tasa ingresaron en las arcas públicas un total de 1.352 millones de euros, a una media de 6.702 euros cada uno.
Es una certeza, incluso ¿una buena noticia?: hay más gente con más dinero, o con más patrimonio, si queremos ser más exactos, pero eso tampoco equivale a decir que cada vez hay menos pobres, y basta con echar un vistazo a las memorias anuales de Cáritas para comprobar hasta qué punto se ha cronificado la pobreza en el transcurso de la última década tras las sacudidas de la crisis del ladrillo y la del covid -el número de ricos en España también creció el año de la pandemia-.
Lo más áspero, desagradable y demoledor de esta situación es que es irremediable: para que haya ricos tiene que haber pobres. Es la conclusión a la que llega el sueco Ruben Östlund en El triángulo de la tristeza, un extraordinario retrato en torno al nivel alcanzado por el culto al dinero en la sociedad contemporánea y concluyente a la hora de determinar que todo se reduce al desempeño de una serie de roles, arriba y abajo: la igualdad y la ausencia de clases sociales como una quimera, e incluso como una contradicción, subrayada por el episodio de la isla o el diálogo entre el americano comunista y el ruso capitalista, en el que recuerdan la cita de Reagan: ¿Qué diferencia hay entre un comunista y un anticomunista? Que el primero ha leído a Marx y Lenin y el segundo los ha leído y los ha entendido.
En la película los ricos están instalados en una artificiosidad sublimada a partir de conceptos como el del triángulo de la tristeza, la arruga que se forma en el espacio entra las cejas y el inicio de la nariz, y que deben evitar como señal de distinción, pero sobre todo para distinguirse de los que no alcanzan su estatus, sobre todo ahora que hay más gente con más dinero.