El mismo año que Vicente Peña corrió su primer encierro, 2005, José Manuel González quedó impresionado por los emotivos momenticos de la procesión de San Fermín por las calles del Casco Viejo de Pamplona, en los que se le dedican jotas al santo. Desde entonces, Peña se ha desplazado cada julio a la capital navarra desde Benalup y González ha hecho lo propio desde Sanlúcar.
El coronavirus ha impedido el ya tradicional peregrinaje de ambos.
La fiesta solo se ha visto cancelada cuatro veces en la historia: las dos primeras, en 1937 y 1938, por la Guerra Civil; el 8 de julio de 1978 tras los sucesos que llevaron a la muerte de Germán Rodríguez por disparos de la policía; y, la cuarta, en 1997 con el asesinato del concejal del PP en Ermua, Miguel Ángel Blanco, por parte de la banda terrorista ETA.
La quinta la afrontan hoy con “resignación”, porque esperan esta semana durante el resto del año. Pero, de una manera u otra, se han desquitado. El mismo día 7, la entidad que impulsó González en Sanlúcar le llevó al santo que acoge la capilla de San Jorge en la localidad gaditana un ramo de claveles rojos y el pañuelo solidario comprado en la Casa de la Misericordia de Pamplona. Estuvo también representado el Hermano Mayor de la Hermandad de El Rocío,
muy vinculada a la Asociación de Amigos de San Fermín, e Íñigo Oneca y su mujer, Rocío Hernández, impulsores en esta ocasión de esta iniciativa privada.
En agosto, el día 8, “por seguir con la escalera”, los integrantes de la asociación
celebran una misa y una convivencia. “La colonia navarra es muy numerosa aquí”, explica este sanluqueño que descubrió el encanto de la fiesta con Fernando Rincón, ya fallecido.
Hasta 120 personas se reúnen para disfrutar de una jornada que este año será especial. Todos ellos ataviados como mandan los cánones.
Exactamente del mismo modo en que Vicente Peña se plantó el fin de semana pasado en la finca del ganadero José Cruz en Ciudad Rodrigo. “De blanco impoluto y pañuelo rojo anudado al cuello”, con otros 40 corredores que
se desplazaron a Salamanca desde toda España, corrió un encierro con seis toros y seis cabestros. Pero la experiencia, aunque agradecida, no es la misma. “El recorrido era elíptico, con tierra, y fue muy rápido y peligroso, porque los animales estaban en su entorno”.
Peña, veterinario y de La Janda, está acostumbrado a lidiar con morlacos y ha participado en festejos populares.
Pero admite que tardó cinco o seis años en aprender a disfrutar de San Fermín. Tuvo la suerte de aprender con David Rodríguez, madrileño, una figura. “Hay que correr con el toro, no puedes esperarlo parado, tienes que estar en movimiento, en el centro de la calle, aguantar y acompasar la marcha”, explica. No es fácil.
“A veces solo se trata de cinco o seis segundos, de unos 50 metros”, pero eso ya es una buena carrera.
Habitual entre Estafeta y Correos,
en 2017 su imagen agarrado al asta de Limonero, dio la vuelta al mundo. “Buscaba las tablas ya y me empujaron. Caí en la cara del toro, me arrolló y traté de evitar la caída”. Pero cayó. Y en la caída se fracturó el húmero del brazo izquierdo. Pudo haber sido peor. Déjalo, otro de los astados, pisó justo entre las piernas.
La tensión, en cualquier caso, acompaña al corredor desde bien temprano. Antes, incluso, de meterse en la cama. El encierro es exigente. “Me preparo durante el año, con carrera corta, para ganar velocidad, en el pinar de Conil o en la sierra de Benalup”, donde árboles y arbustos sirven de obstáculos para poner a prueba los reflejos. En Pamplona, en apenas 800 metros,
no solo se las tiene que ver con la manada, sino también con 1.500 corredores. Sobre el terreno, Peña asegura que a las diez está en la cama. Y, tras echarse al coleto un café, parte para Santo Domingo para aguardar el chupinazo desde las siete y media. “Luego, con la cuadrilla, a llenar el estómago con el contundente almuerzo mañanero”,
relata con un tono de nostalgia que se vuelve esperanzador cuando habla que el año que viene, si Dios y San Fermín quieren, Pamplona volverá a ser una fiesta.