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Lo que queda del día

La nueva normalidad, puf

Han vuelto a inculcarnos el miedo, o el control a través del miedo, mientras asistimos a la reconstrucción de un país a base de espejismos

  • Protesta de los feriantes de la provincia de Cádiz.

No sé si nos hemos convertido en un país plagado de odiadores profesionales, pero sí que prevalece una inveterada sensación de odio,  que obliga a tener que tomar partido, ya se ejerza a través de siglas, ideologías o equipos de fútbol, y que emerge de cuando en cuando de sus catacumbas, justo antes de que unos u otros tengan que darlo todo por perdido. Es un odio entre iguales; o peor, entre dos iguales, y, en este preciso momento, España se debate entre los que apoyan a Fernando Simón y los que critican a Fernando Simón. Los primeros, ofendidos, suelen señalar a los segundos. Los segundos, indignados, necesitan sentirse testigos de cargo. Todos ejercen su desahogo con la misma intensidad, inoculada la excusa de ser adalides de una verdad que necesita ser reconocida, si no impuesta, aunque lo único que consigamos sea tener a la gente de mala leche en todo momento.        

Ya pasó en la anterior crisis, en la que por entrar mal en una rotonda había quien te perseguía cien metros con su coche insultándote a través de la ventanilla como si te hubieras ciscado en todo su árbol genealógico paterno en vez de equivocarte de carril. Llámenlo si quieren susceptibilidad, pero ha vuelto a ponerse de manifiesto después de cien días de frustración y desesperación tras los que persiste una incertidumbre que va camino de convertirse en certeza: esta historia me la sé y acaba mal. Lo he comprobado al entrar en un comercio del centro en el que he tenido que esperar a que la dependienta capeara con paciencia y temple la airada y ofensiva llamada telefónica de un cliente empeñado en llevar la razón y en caer en la provocación. Antes de marcharme le he deseado un buen día y me lo ha agradecido con la mirada. 

En el fondo, la situación no es agradable para nadie, por mucho que parezca haber en marcha una competición política para premiar al que pronuncie los mejores mensajes de recuperación e imprimirlos en una taza de Mr. Wonderful.  Por ahora gana: “El verano va a ser mejor de lo que pensábamos”. Habrá quien se quede más tranquilo.

En cualquier negocio se aprecia la tensión a ambos lados del mostrador: la del empleado más o menos enmascarado, y más o menos resuelto, a la hora de indicar a cada consumidor cómo proceder con su compra, o excusarse porque todavía están a doble turno a causa del ERTE; y la de los consumidores entre sí, bajo una inseguridad manifiesta ante tanto rótulo, adhesivo y solución hidroalcohólica, como si a cada roce fueran a caer una vajilla entera al suelo. El viernes, por ejemplo, volví al cine, aunque antes casi fue necesario seguir un cursillo de formación solo para sacar la entrada. Todo resulta tremendamente incómodo: la utilización de tarjetas, el paso por el escáner, el uso del líquido de manos y la mascarilla, el olor a desinfectante en la sala, los paneles en los que te vuelven a explicar cómo abandonar la sala al final de la proyección y, por supuesto, el meloso spot en el que te agradecen el regreso. Lo que el vídeo no consiguió está a punto de lograrlo la seguridad sanitaria: acabar con la emoción del cine en una sala oscura. Y todo gracias a la nueva normalidad, puf.

Mientras intentamos adaptarnos, desde la televisión se han propuesto bombardearnos a diario con los rebrotes que van surgiendo en diferentes puntos de España, que es una vuelta al miedo, o al control a través del miedo, pero también a la reconstrucción de un país a base de espejismos, puesto que es imposible hacerlo con la normalidad anterior, y ya nos hemos habituado a las decepciones como nueva seña de identidad, o como mal menor. Hay, no obstante, quien hasta ahora solo ha conocido el mal mayor. Muchos de ellos han terminado por recurrir a Cáritas y, otros, por manifestarse antes de que la crisis los empuje al olvido, porque en la ruina ya llevan varios meses instalados. Lo han hecho esta semana los feriantes, condenados, a este ritmo, a año y medio sin ingresos -la posibilidad de ferias desde agosto también fue otro espejismo-, y sin opción a la reinvención. La suya no es una cuestión de banderas ni de bandos, sino de supervivencia. La suya sí es una verdad que necesita ser reconocida.  

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