Han pasado diez años desde que dieron la voz de alarma y, de pronto, se hizo de noche. En realidad, el primer aviso se produjo cinco años antes, y lo dio el Banco de España, pero todos lo tomaron como un simulacro, como una broma pesada: nunca se había crecido tanto como a partir de ese periodo y hasta 2007. Hubo hasta quien se aficionó directamente al bogavante sin haber probado siquiera antes una gamba. En los buenos restaurantes los miraban de reojo, aunque fuera por envidia, y susurraban: “otro pobre harto de pan”, que sonaba más despectivo que lo de “nuevo rico”.
Supongo que lo celebrarían cuando los vieron caer, embargados, arruinados, recién llegados del último safari a Kenia, que es donde algunos recibieron la noticia. También, los hubo más listos: lo vieron venir, vendieron y se relajaron, pero la mayoría, del jefe al peón, pensaron que aquello duraría para siempre.
Ahora, diez años después, resulta muy fácil hablar de la avaricia que parecía controlar la voluntad de quienes se rozaban con el ladrillo, como si se tratara de una epidemia contagiosa, pero la realidad se parecía más a una película de Scorsese, por el ritmo endiablado y acelerado con que se sucedían los acontecimientos: chavales con 18 años recién cumplidos, y apenas con el graduado escolar, conduciendo Audis y BMWs como si los regalaran a la salida de la obra cada fin de semana; oficiales convencidos de que podían montarse por su cuenta con una cuadrilla de confianza; pequeños constructores presumiendo de comidas con Florentino... más los que hacían auténticos negocios a costa de todos ellos.
Obviamente, solo sobrevivieron los más fuertes, los más veteranos y los que afrontaron la situación con mejor perspectiva, es decir, sin mirar tanto al presente, conscientes de la necesidad de un plan B. Incluso hubo fuertes, veteranos e inteligentes que también sucumbieron, arrastrados por determinadas alianzas, malos asesores o, simplemente, porque en el mundo de la empresa no hay apuesta segura, por mucho que lo parezca y no falten ejemplos de que lo sea.
Hoy día, esos supervivientes, apenas una tercera parte de los que operaban en la provincia hace una década, se encuentran con mejor ánimo. La travesía ha sido dura -que se lo pregunten a las miles de personas que perdieron su puesto de trabajo en el sector- y, como quien cruza un desierto, aún cuesta enfocar la mirada con nitidez hacia el horizonte, pero los síntomas comienzan a ser de recuperación, a falta de que la obra pública termine por retirarles la respiración asistida, algo que no parece que vaya a ser este año si nos atenemos al prospecto de los PGE.
En medio de tanta prudencia -ni siquiera cabe hablar de euforia contenida, ya que, pese a que mejoren las cifras, la referencia previa es tan exigua que impide emocionarse-, esta semana ha quedado patente un problema coyuntural que casi escandaliza, porque no debería serlo: la falta de mano de obra. “Aunque parece increíble, es un problema real y es un problema serio. Falta mano de obra para trabajar en las nuevas construcciones en marcha”. Lo ha dicho el secretario general de la Federación de Empresas Constructoras de la Provincia, y lo atribuye a tres causas: la falta de formación, ya que no encuentran trabajadores cualificados para las nuevas tareas vinculadas a la construcción; el desinterés por trabajar en el sector, en favor de otras salidas laborales; y el salario, que poco tiene que ver con el que se pagaba en los años de gloria del ladrillo.
Los sindicatos niegan que sea así; unos reclaman que se hagan públicas dónde están esas ofertas de empleo, y otros lo achacan a un convenio colectivo contrario a los intereses del trabajador, aunque no se trata tanto de rebatir la afirmación de los constructores como de afrontar un debate de este calibre en una de las zonas con más paro de Europa, por el daño que causa a nuestra propia imagen. Si la avaricia fue la causa de nuestros males en el pasado, que no lo sea ahora la ceguera a la hora de afrontar una cuestión tan trascendental como el empleo.