“Nació con el don de la risa y con la única intuición de que el mundo estaba loco. Ese era todo su patrimonio”. Rafael Sabatini, en
Scaramouche
Esta sobremesa, mientras abordaba con mi hija qué cambios podíamos hacer en el diseño del Belén en busca de algo diferente al del año pasado, las noticias abrían con imágenes en directo desde la auténtica ciudad de Belén. Un grupo de palestinos lanzaban piedras contra el ejército israelí mientras éste respondía con botes de humo y posturas amenazantes desde los carros blindados en mitad de una avenida ocupada por el desorden y cierto estado de emergencia.
El contraste entre el idealizado paisaje desértico que reconstruimos bajo el poderoso influjo de una tradición -las montañas de corcho, el estanque de papel de celofán, el serrín para los caminos, los pastores postrados ante el portal, el Niño (“ése sí que es de veras, ése sí es de verdad”)- y el que aparece al otro lado de la pantalla del televisor deviene en una transgresión paralizante: el simbolismo de una ciudad hecho trizas.
La culpa vuelve a tenerla un señor que se debe a sus patrocinadores; en este caso, el lobby judío
más poderoso del planeta, capaz de exigir al hombre
más poderoso del planeta que hable por ellos sin citar sus nombres, sólo sus aspiraciones: Jerusalén, capital de Israel. Mi sobrina de 5 años, que presume de su perspicacia sin saber aún que la palabra existe, concatena las imágenes del conflicto con la de Donald Trump en pantalla y nos alerta con asombro y hasta preocupación: “Acaban de decir que el presentador de Estados Unidos está muerto”. Obviamente, es ajena al error de interpretación y a que sus palabras se pueden corresponder con un pensamiento -o deseo- muy íntimo entre muchos americanos, pero algún día, si llega el momento, alguien tendrá que explicarle que, en realidad, la culpa la siguen teniendo los lobbies poderosos que extienden sus redes por los pasillos del Congreso y millones de personas que piensan o sienten afinidad por ese “presentador” con el que tan poco les cuesta identificarse, que es lo verdaderamente peligroso.
Con los niños siempre conviene estar alerta. Mi hija, que contó hace un par de meses más de sesenta banderas de España desde casa de su prima hasta la nuestra, me preguntó de regreso a qué se debía el curioso y contagioso fenómeno, y por qué nosotros aún no habíamos puesto la nuestra en el balcón o si estábamos obligados a hacerlo. Hace poco, camino del colegio, se fijó en una de las banderas que aparecían a nuestro paso, recordó el tema y me preguntó sin rodeos: “Papá, ¿en lo de Cataluña hemos ganado los buenos o al final se han ido los malos?”. Para entonces ya no recordaba la respuesta que le di en su momento, aunque sí que traté de ser lo más imparcial y realista posible, por lo que deduje que sus conclusiones se debían a cierta contaminación ambiental a partir de las conversaciones de adultos que llegaban a sus oídos, pese a lo cual no tuve más remedio que reconocerle: “De momento ganamos los buenos”.
Carles Puigdemont, que nunca llegó a alcanzar categoría ni para estar entre los malos, de tan mediocre, también se ha colado en el telediario tras los sucesos de Israel, aunque en este caso no ha sido el público infantil el que ha dado su dictamen, sino una de mis tías, asqueada con sus salidas de tono y harta del monotema catalán. Ella, que no ha alcanzado aún la edad de Rafael Sánchez Ferlosio, aunque confiamos en ello, bien podría hacer suyas sus palabras de esta semana: “Cataluña me aburre mucho. Es más aburrido que un partido con empate a cero... Es un coñazo”. Y si no lo dijo es porque había demasiados niños delante.
En realidad, no me preocupa tanto lo que escuchen de nosotros o interpreten inocentemente de las noticias, como que en el colegio no sean capaces de enseñarles a pensar por sí mismos y a saber diferenciar entre lo auténtico y lo falso. El mundo ya está lo suficientemente loco como para que no sepan afrontarlo por sí mismos.