Este sábado fue 25 de noviembre. No el martes, el jueves o el viernes, sino el sábado. Era, pues, este sábado cuando debían celebrarse los actos principales con motivo del día contra la violencia machista -todavía erróneamente denominada “de género”, a medida que se va introduciendo progresivamente en el ámbito judicial la de “violencia contra las mujeres”-. Sin embargo, desde la Diputación hasta varios ayuntamientos optaron por adelantar las reivindicaciones a la jornada del viernes: mal empezamos si para hacer más palpable el rechazo social a tan cruenta realidad, eludimos el festivo en busca de mayor implicación y no entorpecer los planes de ocio del fin de semana, como si se tratara del 28F o del Día de la Constitución, cuando, en realidad, no hay nada que conmemorar y sí mucho que visualizar y que compartir.
Es solo una opinión, pero no me la tengan en cuenta; entre otras cosas, porque lo importante en estos momentos no tiene tanto que ver con la fecha en la que el 25 de noviembre caiga en el calendario, como con hacer de cada día nuestro particular 25N, algo a lo que nos siguen empujando las desgarradoras noticias que se suceden una semana tras otra con el anuncio del asesinato de cada mujer a manos de un hombre -van 45 en lo que va de año, una más que en todo 2016- y la triste realidad de cuantas sufren violencia, maltrato y marginación en sus hogares: hay 14.000 víctimas contabilizadas en la provincia de Cádiz hasta el mes de octubre, según los últimos datos del Observatorio de Violencia de Género.
Y hay que reconocer el esfuerzo de todas las administraciones públicas, y en especial de los ayuntamientos -los que más cercanos están a las realidades de las mujeres que acuden en busca de ayuda, protección y una vida sin ataduras-, a la hora de incrementar esfuerzos y mensajes en el día a día para derribar un muro que ha sido forjado durante siglos y que aún hace impenetrables las críticas a una parte de la sociedad que tolera y ejerce la violencia contra las mujeres. Pero ante tantos diagnósticos, propuestas, resoluciones e iniciativas, sigue aturdiendo el hecho de las propias cifras, lo que nos da también una percepción de la dimensión de un problema plagado de aristas y daños colaterales y que hay que abarcar desde muchos ámbitos, como si fuese por sí mismo un compendio de esa transversalidad de la que tanto gusta hablar ahora.
Así, en el manifiesto leído en la manifestación celebrada en Jerez se pusieron en evidencia los recortes en las políticas de igualdad y la falta de recursos para la prevención; las consecuencias para los hijos de las víctimas; la calidad de la protección que ofrece el sistema a las mujeres maltratadas; y los asesinatos registrados en los últimos años, entendidos como la “punta del iceberg” de lo que hay que asimilar como una violencia cotidiana, incluso “patriarcal”, a causa del “machismo enraizado” en nuestra sociedad. En otros manifiestos leídos en la provincia se apeló a la unidad institucional, a la acción coordinada, a la aprobación de leyes más duras y, especialmente, al ámbito de la educación, fundamental para frenar el virus expansivo del machismo indolente y pendenciero, ése mismo que predispone a cinco tipos a violar a una joven en un portal sin siquiera plantearse, no digo ya el daño irreparable a su víctima, sino la propia moralidad de su conducta.
Una educación que ha de estar presente en los colegios, pero que debe empezar por nosotros mismos, en nuestros hogares, inculcando valores e inculcando cultura, pese a nuestro afán genético por despreciarla y relegarla a las estanterías. Lo pone de manifiesto la compañía Ron Lalá en su montaje teatral
Cervantina, en el que recuerdan que fue el propio Cervantes el que incluyó en
El Quijote una de las primeras historias de la literatura, la de la pastora Marcela, en las que se reivindica la condición libre de la mujer. Cuatro siglos después, parece mentira, hay que seguir reivindicándolo.