A estas alturas poco más se puede escribir de lo sucedido en el Parlamento catalán durante los últimos días, más allá de las propias sensaciones personales de cada uno; y la sensación perdura, a medio camino entre la incredulidad y la inevitabilidad, cargadas con sus dosis propias de impotencia, que son las que provoca la deriva decisionista en la que el Govern parece sustentar su fuga secesionista, más que huida, hacia adelante.
José García Domínguez, en un artículo publicado en El Mundo, ya lo resaltaba esta semana al vincular los hechos con la “maloliente doctrina jurídica de Carl Schmitt”, divulgada en los albores del nazismo, según la cual “el Derecho depende en última instancia de una decisión política: la voluntad política, llegado el caso, se sitúa por encima de la ley”. Aunque lo más grave es que tengamos que recurrir a las teorías del decisionismo de Schmitt para explicar lo que está ocurriendo actualmente en una parte de nuestro país.
De hecho, hace unos años, el sociólogo Franco Gamboa publicó un artículo en el que defendía la fortaleza democrática de la sociedad contemporánea como garante frente a las corrientes dictatoriales y autoritarias desterradas a lo largo del siglo XX en Europa y a las que las teorías de Schmitt sirvieron de coartada: “Hoy día podríamos decir que la institucionalidad democrática no podría funcionar sin el imperio de la ley que debe ser ciega ante cualquier privilegio y rigurosa para impedir el abuso del poder. El Estado de Derecho sería el símbolo de cualquier democracia, donde ningún poder se extralimita ni subordina el balance o equilibrios entre las estructuras institucionales de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial”.
Esto, que resulta tan elemental -tomar decisiones políticas, sí, pero ajustadas al marco legal-, se ha vulnerado esta semana, en repetidas ocasiones, en una cámara democrática, en nuestro país, y sin el menor sonrojo por parte de sus protagonistas: les basta con cantar a coro Els segadors para oficializar la farsa en busca de un destino histórico hacia una gloria que a este lado de la frontera situamos al borde de un precipicio con vistas al vacío inconcreto de la nada, pero que, en realidad, nos inquieta mucho más que a los propios independentistas al prevalecer la idea de que, por mucho que esgrimamos leyes y desagravios, llevamos las de perder ante los esperados mártires de la causa, y desde el momento en que ya no hay vuelta atrás; peor aún, desde el momento en que ya se alude a la expulsión del Barça de la Liga como prueba de causa y efecto, como si fuera el último reducto inconquistable del corazón de los catalanes y única patria identitaria compartida con el resto de España.
Pensar que Messi renunciaría a la renovación si Cataluña se hace independiente animaría el debate, incluso lo populizaría y lo enrabietaría más aún, pero es poco probable que desestabilice la hierática pose de Forcadell y de quienes ven llegar el momento de sacarla a hombros por la puerta grande de la independencia, dudosa aún la opción de que lo hagan por la de una cárcel, que es donde estaría en este momento cualquier alcalde del resto de España que optara por saltarse la ley en contra del dictamen de su secretario o interventor.
No hay como trasladar al ámbito local lo ocurrido en el Parlament para tomar verdadera conciencia de la gravedad de los hechos y las consecuencias políticas y judiciales que depararía si eso pasara en un ayuntamiento, por ejemplo, como el de Jerez, donde por muchísimo menos, por casi nada, hay dos exalcaldes en prisión.
A Rajoy ya solo le queda el empeño del buen ajedrecista, reducido el pulso a una cuestión de movimientos, previsiones, variables, suposiciones y temores. El juego, es evidente, abarca más allá del desafío catalanista, y todos tratan y tratarán de sacar partido, como evidencian las posiciones distantes e interesadas que parecen ejercer algunos líderes políticos -no cabía esperar otra cosa con sus antecedentes-, lo que tampoco ayuda a que mejoremos nuestras propias expectativas de aquí al 1-O, en todo caso nuestra sensación de vergüenza.