Sigo sin encontrarle el más mínimo atractivo al mundo del motociclismo; tampoco al del automovilismo. Eso, aquí, en Jerez, es casi como vivir en Canaletas y no ser del Barça, o hacerlo en la Castellana y no ser del Madrid. Ni siquiera cuando se celebró la primera prueba en el Circuito, hace ya 30 años, y muchos de mis amigos se hicieron fervientes seguidores de las carreras, le encontré aliciente a la competición, ni por contagio; peor aún, el fin de semana de las motos me parecía un auténtico incordio, una invitación a quedarte encerrado en casa, a no ser que cedieras al empeño de los demás y fueras cerca de la nacional a ver pasar la caravana motera, algo que también me parecía una insufrible pérdida de tiempo, pese a la fascinación con la que me iban describiendo las marcas y modelos que iban desfilando de regreso a sus ciudades.
Sigo sin compartir, aunque intento comprender, la admiración que despiertan los pilotos entre el público que abarrota las gradas, ya que entiendo que buena parte del mérito reside en la eficacia de las máquinas que manejan; celebro, eso sí, que los pilotos españoles sean asiduos al podio, pero es evidente que esta competición -me cuesta considerarlo un deporte: ni es accesible a todos ni implica el sacrificio, por ejemplo, del ciclismo- desprende una pasión muy parecida a la que puedes encontrar en la tribuna de cualquier estadio de fútbol y hasta pone de acuerdo a millones de personas de todo el mundo ante el televisor para presenciar las carreras cada fin de semana, con lo que, como decía mi profesora Carmen Herrero, “no puede haber tanta gente equivocada”: la excepción a la regla, después de tantos años, sigo siendo yo.
Pero, sobre todo, sigo sin hallar estimulación o afinidad con el evento después de visitarlo y conocerlo desde hace varios años, ya que, a fin de cuentas, se ve mejor en casa que en el propio circuito: ¿se imaginan que van a presenciar un partido de fútbol y se pierden tres goles porque desde su asiento no se ve una de las áreas? Llámenlo deformación profesional -de hecho, hasta el fútbol se ve ya mejor en casa que en el campo-, aunque no por ello negaré la dimensión de lo que es un auténtico espectáculo y, más aún, un auténtico espectáculo desde Jerez para el resto del mundo. Si una cámara te enfoca por casualidad en el transcurso de la carrera, puedes estar seguro de que tu rostro se colará en las casas y los bares desde Nueva York a Canberra o desde Tokio a Johanesburgo y desde allí a Oslo.
El éxito, en todo caso, no se debe solo a llegar tan lejos, sino a hacerlo desde el prestigio que supone sumar ya 31 carreras como consecuencia del trabajo realizado en todo este tiempo, desde quien tuvo en su día la visión de construir el circuito y hacerlo, primero, competitivo y, después, referencia internacional, hasta quien hasta nuestros días ha entendido la trascendencia de su continuidad como generador de un valor añadido que, a nadie escapa, beneficia hoy día a Jerez, a la provincia y a Andalucía.
Creo, en este sentido, que una vez superadas las atrofiadas rivalidades sobre quién lograba acaparar a más aficionados o quién organizaba las mejores actividades, parece evidente que hay tanto público para satisfacer a más de una población y, por supuesto, hay una ciudad y una provincia con atractivos suficientes como para ofrecer una variedad de opciones con la que responder a las expectativas de las miles de personas que se concentran en torno al Circuito durante todo un fin de semana. Si a ello añaden que, desde los pilotos a los aficionados, se subraya una y otra vez que la cita de Jerez es una de las mejores y más especiales del calendario, será cuestión de hacer prevalecer los encantos que la siguen haciendo así.
Hoy volveré al Circuito. No me quejaré; ni siquiera del ruido, ése que tanto placer provoca a los moteros. Dudo, de nuevo, que vaya a brotar en mí un inesperado afán por seguir más de cerca cada una de las carreras, pero ya no de que hace 30 años empezó algo imprescindible para todos.