Este Sábado Santo dedicaron una pieza de informativo nacional al vocabulario cofrade, a palabras de uso exclusivo en el ámbito de las hermandades y la Semana Santa. En total, unos dos mil registros. Aludieron a las maniguetas, las marías, los respiraderos, el martillo, las trabajaderas, el racheado... que vienen a ser de un uso especialmente común en Andalucía, con poco que le dé a uno por impregnarse con las particularidades de las salidas procesionales, y que, vistas desde fuera adquieren un carácter antropológico y, más aún, pintoresco.
En realidad, tienen un valor accesorio, puesto que son otras muy diferentes las que ayudan a definir con mejor exactitud el significado de la Semana Santa. Están, por ejemplo, la devoción, la veneración y todas aquéllas que implican la manifestación de la propia fe, desde la profesión al fervor. Pero también hay otras que, sin ajustarse en exclusividad al dominio propio de la representación de la Pasión, hay que seguir reivindicando ante su desuso o flagrante desvinculación con el paso de los años. Hablo del respeto, de la educación, de los valores. Con estos tres ocurre como con la memoria, que, como dice Milan Kundera, “para funcionar bien, necesita de un incensante ejercicio: los recuerdos se van si dejan de evocarse una y otra vez”. Y el respeto, la educación y los valores se van si dejan de evocarse, empezando por la propia familia.
Es una cuestión de sensaciones, desde los que insisten en retratar la Semana Santa como un incordio, hasta los que emplean el tema de los palcos en busca de la desacreditación -social o política, cualquiera sabe-, pasando por los que aprovechan cualquier anécdota o cualquier gesto para acabar magnificándolo en busca de una condena pública por parte del tribunal supremo de las redes sociales, como si la Semana de Pasión se redujera a lo anecdótico.
Porque fue muy grave, pero también anecdótico, que en Jerez un autobús decidiese interrumpir el cortejo de La Clemencia para seguir su ruta entre San Benito y Los Villares. Al chófer le sobró de decisión todo lo que le faltó de sensatez, de respeto a quienes realizaban estación de penitencia, y ahora se enfrenta, además de al expediente, al hecho de no poder volver a trabajar en los autobuses urbanos. Y del mismo modo que muchos han censurado su lamentable decisión y, otros, los menos, han culpado a las cofradías de hacerse dueñas de las calles, también se echan en falta más voces -algunas ha habido-, por ejemplo, solicitando el perdón para quien cometió tamaño error.
Porque también fue lamentable, pero igualmente anecdótica, la tensión provocada frente al palquillo de La Asunción, la noche de Jesús, al paso de La Buena Muerte. Una joven aprovechó el silencio que acompaña a la cofradía para lanzar sus súplicas en grito al crucificado de Santiago, lo que muchos entendieron una falta de respeto y le reprobaron en varias ocasiones hasta que la escena terminó en intercambio de gritos y descalificaciones. La anécdota terminó convertida en bronca y en una larga lista de defensores y detractores de la joven a la que, como al chófer, lo que le sobró de arrojo le faltó de prudencia. No vive más su fe quien más grita, sino quien más la necesita, de la misma forma que no pesa tanto la cruz que llevan a cuestas los penitentes, como la que llevan cada uno de ellos por dentro, por recurrir a otra imagen con la que se trivializa cada Semana Santa. A este paso, cualquier día nos la cuelan con una performance en busca de seguidores en el feisbu.
Afortunadamente, aquí aún no hemos llegado a los titulares provocados por la pelea durante el paso del cortejo del Cautivo en Málaga o por el acto de gamberrismo colectivo convertido involuntariamente en demostración de fuerza a la hora de incitar el caos en la Madrugá de Sevilla, ni tampoco los esperamos, pero sobra cierta
jibia y, en especial, hay que insistir en la necesidad de apreciar la labor de las cofradías y su empeño por engrandecer no sólo la veneración hacia sus imágenes, sino la admiración hacia la propia ciudad.