La imagen del cuerpo sin vida del pequeño Aylan, depositado por la marea sobre la orilla virgen y desamparada de una playa turca, terminó convertida en símbolo del trágico éxodo del pueblo sirio después de agriar el desayuno a medio mundo. Su nombre quedó grabado desde entonces y para siempre sobre la lápida de nuestras conciencias como una lección de vida, como un castigo de muerte.
Ocurrió a unos tres mil kilómetros de distancia de donde nos encontramos, pero aquella imagen fue suficiente para zarandearnos, para clavarnos sus agujas como un vudú, para que desparramásemos nuestros mensajes de dolor y condolencia en nuestros muros de Facebook, intentando descontaminarnos de la indolencia con la que habíamos visto desfilar por los telediarios a las miles de personas que huían del horror. Pues, a mucha menos distancia que entonces, a tan sólo una hora de camino del centro de la provincia de Cádiz, ha vuelto a repetirse esa misma imagen, ha vuelto a repetirse la historia, ha vuelto a clavarse el alfiler... sin que apenas unos cuantos se hayan dado por aludidos.
La imagen es la de otro niño, Samuel, de 6 años de edad, de nacionalidad congoleña. Había recorrido unos cinco mil kilómetros junto a su madre antes de llegar a la costa marroquí. En Tánger, el pasado 11 de enero, subieron a una barca hinchable de juguete junto a otras nueve personas con la esperanza de poner pie en la costa andaluza. Ninguno lo logró. Hasta el pasado fin de semana, el mar había devuelto los cadáveres de cinco de ellos. El sexto fue el de Samuel. La corriente de las aguas del Estrecho lo arrastraron hasta una playa próxima al faro de Trafalgar dos semanas más tarde a su desaparición.
No cuesta imaginar la crudeza de la imagen, entre otras cosas porque no es la primera vez que nos enfrentamos al retrato de los cuerpos en descomposición de inmigrantes engullidos y escupidos por el mar días después, náufragos sin nombre y sin patria conocida, consumidos en las profundidades antes de quedar a merced del vaivén incontrolable de las mareas. La cuestión, en este caso, es que carecemos de la imagen. Por eso mismo puede que ni siquiera hayan oído hablar de Samuel, y mucho menos su historia, o tal vez sí, y se les haya vuelto a encoger el alma, pero sin la imagen, sin su cuerpo acariciado por las olas en lo más crudo del frío invierno, sin el agente encargado de cogerlo en brazos, su relato apenas habrá dejado un poso de remordimiento momentáneo, y mucho menor a medida que se incremente la distancia con el lugar de los hechos.
En Barbate, en la provincia, en Andalucía, se han sucedido los duelos, las repulsas, las protestas contra las políticas de inmigración, pero sin la foto de Samuel no hemos sido capaces de volver a zarandear al mundo, víctimas de nuestro propio condicionamiento tecnológico, como si fuésemos incapaces de contar y pellizcar sin un fotograma de por medio, incapaces de sentir e interpretar cuanto nos rodea sin una referencia visual -que se lo pregunten a Iglesias y a Errejón-.
De todas formas, con imagen o sin ella, lo sucedido no puede ocultar la realidad reconocida y parece que inevitable de ese Estrecho convertido en tapete de oportunidades para los que negocian con drogas o con vidas ajenas: en 2018 se van a cumplir 30 años desde que se produjo la llegada de la primera patera a las costas de la provincia y sólo en 2016 se calcula que pudieron perder la vida en esas mismas aguas, en su intento por llegar a Europa, unas 300 personas.
Y cuentan quienes lo logran que, en muchos casos, su máxima aspiración ni siquiera es encontrar trabajo, iniciar una nueva vida o reencontrarse con familiares o paisanos, sino, simplemente, llegar a un lugar en el que estén protegidos sus derechos humanos, o no se les trate como a desechos humanos.
El nombre y el recuerdo de Samuel terminará por rendirse al olvido. No es el primero, ni el único, ni el último, pero de momento nos ayuda a entender de qué forma asumimos la medida de nuestras sensibilidades o hasta qué punto hemos llegado a condicionar nuestros propios gestos.