En Nueva York se encuentra la catedral gótica más grande del mundo: St. John the Divine. Fue fundada en 1892 por la Iglesia Episcopal como “Casa de oración para todo el mundo” y mantiene abierta sus puertas a diario para personas de cualquier etnia, religión y cultura. Durante las últimas décadas se ha convertido en uno de los grandes forums del mundo occidental; por ella han pasado desde el Dalai Lama, al arzobispo de Canterbury, el alcalde de Jerusalén, el secretario general de la ONU, el escritor e investigador Carl Sagan o el poeta Gary Snyder.
Hay quien la conoce como la Catedral Verde, porque también se ha convertido en lugar de referencia para abordar cuestiones relacionadas con la protección del medio ambiente y la naturaleza; así, cada octubre, coincidiendo con el día de Saint Francis, se lleva a cabo en su interior una bendición de animales, como si se tratase del día de San Antón, y en cuya procesión se pueden ver desde elefantes a camellos y jirafas.
Su extraordinaria acústica la ha convertido a su vez en reclamado escenario para la celebración de diferentes conciertos; entre ellos se encuentran dos eventos anuales, la de los solsticios de invierno y de verano, protagonizados por la Paul Winter and The Earth Band, en la que junto al propio Winter participan otros reputadísimos músicos como el gaitero irlandés Davy Spillane, el chelista Eugene Friesen, el pianista Paul Halley y el percusionista armenio Arto Tuncboyanciyan, todos ellos excepcionales artistas del universo new age de la década de los noventa. En el año 2000 salió publicado un delicioso disco titulado
Journey with the sun en el que se recopilan algunos de los temas que han interpretado en directo en la catedral durante las celebraciones de ambos solsticios.
La música de Paul Winter pretende atrapar toda la mística creada en torno a un fenómeno natural que dio origen en la antigüedad a la celebración de diferentes rituales, bajo el convencimiento de que cada junio y cada diciembre “el tiempo se detenía por un instante, flotando en un círculo” antes de que el sol comenzara su vuelta atrás. En realidad, lo relevante son los topes de horas de luz solar que disfrutamos en ambas jornadas, pero celebro que haya servido de inspiración para una obra y experiencia musical tan exquisita.
Leo, intentando mantener las distancias, sobre todo con los prejuicios, que en Madrid se va a conmemorar este año el solsticio de invierno con un gran festival de luces -dicen las malas lenguas que para que los madrileños miren al cielo y dejen de ver las miserias que discurren sobre el suelo- y como acto principal de la celebración... de la Navidad.
Quiero entender que lo que la esforzada y tan mal asesorada alcaldesa de Madrid pretende es enriquecer los atractivos de la ciudad por estas fechas y no alimentar nuevas polémicas, aunque la contextualización navideña invita a dar coartada a quien confunde la globalización con una bajada de pantalones en la propia casa, a quien entiende la convivencia bajo la renuncia a identidades y tradiciones, a quien ha hecho de determinados legados vinculados a nuestra propia cultura o nuestras creencias una ofensa, propiciando una angustiosa idea dominante de cara a un futuro a corto y medio plazo, porque, como escribió Balzac, “un imbécil que no tiene más que una idea en la cabeza es más fuerte que un hombre de talento que tiene millares”; por eso es angustiosa.
Es cierto que, en ocasiones, somos culpables de pervertir nuestra propia identidad, como está ocurriendo ahora con el afán por las zambombas, que salvo contadas excepciones son un leve reflejo de su auténtica trascendencia social y festiva original. Pero también es verdad que lo hacemos para crear un relato común enriquecedor y compartido que, además, en este caso, ha contribuido a pervivir y transmitir unas letras y unas tonadas que, en su mayoría, forman parte del legado tradicional oral de nuestros antepasados y que,
mire usté que gracia, se cantan para celebrar el nacimiento del Hijo de Dios, que es lo que se celebra en estas fechas, no el influjo del cosmos en nuestras vidas, por mucho que inspire obras como la de Paul Winter en el interior de una catedral de Nueva York.