Ayer, de madrugada, recibí el mensaje de un amigo y compañero de viajes que decía: “¡Hasta la victoria siempre!”. En ese momento, aún trabucado por el sueño, pensé que se trataba de un mensaje cifrado, pero no tardé en comprender la señal, a la par una especie de contraseña secreta: Fidel había muerto. Algún día habría que pronunciar la frase, aunque de momento sólo sirva para la apertura del capítulo de un nuevo libro con las hojas aún en blanco a la espera de que lluevan las respuestas a una cuestión decisiva.
Hasta ahora, cuando uno abandonaba La Habana, resultaba inevitable preguntarse: “¿Qué será de la isla cuando ya no esté Fidel?”. Porque aunque estemos convencidos del continuismo liderado por su hermano Raúl y los privilegios de su línea descendiente, que auguran la presencia del apellido en las esferas del poder durante décadas, nada puede ser igual sin la referencia imponente del Comandante, impregnada hasta ahora en cada calle, en cada conversación, en cada aspiración de los cubanos, y a partir de ahora solo memoria.
José Luis Corrales recordaba ayer en un artículo, a modo de ejemplo, lo ocurrido en La Habana durante la crisis de los balseros en los años 90. El Malecón fue el escenario de un motín contra las imposiciones del denominado Periodo Especial. El pueblo perdió el miedo a las consecuencias, porque no podían ser peores que por las que estaban atravesando, y decidió hacer frente al gobierno revolucionario. No acudió ninguna tropa ni cuerpo policial para dispersarlos o llevárselos en un furgón. Fue el propio Fidel el que se desplazó al Malecón, se bajó del coche y se dirigió solo a la multitud, que fue incapaz de agitar un brazo o levantar la voz, salvo para reconocer, al final de su discurso, “vivan los cojones del Comandante”.
Y ese estado de veneración predominante hacia su figura estaba por encima de cualquier otra circunstancia, hasta el punto de negar un futuro probable marcado por su ausencia. Un día que regresábamos al hotel, el autobús en el que hacíamos el trayecto fue detenido por una patrulla en la intersección con otra avenida. Lejos de la previsible alarma entre los pasajeros, empezó a generarse una creciente expectación: “¡Vamos a ver pasar a Fidel! ¡Va a pasar por aquí mismo!”, empezó a advertir el conductor. Finalmente no fue él, sino su hermano Raúl, pero el momento se convirtió en un acertado retrato de la mítica significación de su figura, próxima a la de una gran estrella del espectáculo, o como si su mera presencia se equiparara a la de la bendición que ofrece el Papa a sus fieles desde la Plaza de San Pedro.
En el paseo del Malecón hizo suplir la ausencia de carteles publicitarios -no se anuncia lo que no se puede comprar- con consignas revolucionarias e identitarias que ilustran el paisaje frente al mar, que es el espejo de la ruina que asoma a sus aguas; la mejor, la que mira al horizonte yankee con el mensaje: “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”. Y no, no les tienen miedo, pero muchos isleños sí han terminado por amar su dólares, por debajo, si lo prefieren, de su apasionada defensa del régimen y del triunfo de la Revolución, pero lo suficiente como para hacer de las divisas su necesidad: con ellas, sin duda, se vive mejor; y porque el paso del tiempo -más de medio siglo después-, también ha demostrado, como subrayaba ayer Raquel Quílez, que “unos dignos ideales se enfrentan a la crudeza de no haberse llevado a la práctica”.
Pese a todo, el Comandante Castro ha muerto con esos ideales intactos, justo lo contrario a lo que terminaron haciendo sus coetáneos de Rusia o China. Lo ha hecho para alegría de muchos y para desolación de otros: en 57 años ha tenido oportunidad para cometer tantos aciertos como errores -y horrores-, aunque si paseas por La Habana y hojeas un ejemplar del Gramma pareció haberse detenido el tiempo en 1959. El problema es que también terminó por hacerlo la esperanza, aunque pocos se atrevan a reconocerlo, por mucho que en eso llegara Fidel.