Primero fue Escocia. Iban a ganar los independentistas. Después fue Gran Bretaña, donde todos aguardaban la derrota del Brexit. Le siguió España, territorio del sorpasso... inexplorado. A continuación le tocó el turno a Colombia, donde el pueblo dijo no -¡¿no?!- al acuerdo con las FARC. Sólo quedaba Estados Unidos para dejar en evidencia a encuestadores y aduladores de lo obvio: la cara del hijo de Donald Trump era un buen resumen -ni él mismo debía esperárselo-. Creo que va siendo hora de que desconfiemos de las sorpresas, están muy sobrevaloradas.
Trump ha demostrado durante la campaña ser un patán, un bocazas, un mentiroso, un desalmado, un hipócrita, un descerebrado, la estulticia personificada; y con todo eso, aún está a tiempo de que en marzo le concedan el Oscar al mejor actor, el mismo que le negaron por su cameo en
Solo en casa 2, que ha sido el chiste recurrente con el que le han respondido a sus insultos. Porque, sin dejar de ser todas esas cosas despreciables, sospecho que no será tan imbécil como para haberse creído la sarta de disparates que ha soltado durante los últimos meses, aunque sólo sea ésa la materia reconocible con la que venimos alumbrando una pesadilla tras otra desde el pasado miércoles.
No sería el primer presidente en infundir miedo. A mí Ronald Reagan me lo daba. Échenle la culpa si quieren a Spitting Images, que lo retrataba confundiendo el botón del despertador con el botón rojo; al desolador imaginario creado en torno a una posible masacre nuclear -desde
El día después a
Juegos de guerra o
Cuando el viento sopla-; al empeño por recordar que fue un actor mediocre de serie B en los años 40 -aunque está en una de las mejores películas bélicas de Raoul Walsh,
Jornada desesperada-; a que intentaron acabar con su vida; a que movilizó a las tropas desde las bases andaluzas contra Gadaffi; a que fue el primero en hablar de verdad de una guerra de las galaxias sin
jedis de por medio; e, incluso, a que los niños de entonces éramos muy impresionables; pero la realidad es que, hoy día, es recordado como un buen presidente.
En cualquier caso, la victoria de Trump seguirá siendo digna de estudio durante algún tiempo; más desde el punto de vista de la estrategia que de la del electorado que lo ha encumbrado, y que no es sino consecuencia de la primera, por mucho que sigamos empeñados en desentrañar de dónde han salido los votos o dónde los ha perdido su adversaria Hillary Clinton. Habrá que tenerlo en cuenta, porque ya hemos aprendido de los chinos que el éxito viene de la imitación, de la copia en masa.
Y Trump nos ha enseñado algo que siempre persiguió Pablo Iglesias, pero que nunca llegó a lograr del todo; tal vez porque aquí somos más incrédulos que en Estados Unidos, y porque carecía de los medios de los que sí ha dispuesto el magnate del tupé ingobernable: la televisión. Un tipo con un programa en prime time que tiene 30 millones de telespectadores de audiencia a la semana ya tiene ganada a una parte importante del electorado. Es lo que Bernard Manin bautizó como “democracia de audiencia”: la construcción de un líder a través de los medios, ajustado a las preferencias de los votantes, no a un ideario político.
Eso nos lleva, ahora sí, a los que han elegido a Trump. Y debe haber de todo, pero muchos de los perfiles nos remiten a eso que suele denominarse como “la América profunda”, y que tan bien reflejaron David Lynch (
Una historia verdadera), los hermanos Coen (
Fargo) o Alexander Payne en
Nebraska, a cuyos personajes en blanco y negro cuesta poco confundirlos con partidarios del candidato republicano: no es sólo la América profunda, es la América derrotada.
También lo relata Paul Auster en
La música del azar, en la que dos excéntricos millonarios ganan una apuesta a dos buscavidas sin rumbo a los que obligarán a levantar un enorme muro a lo largo de la finca que poseen en medio del campo. El paralelismo es tan evidente que habrá que confiar en que, en este caso, todo quede en el terreno de la ficción.