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Santiago, doce años después

En Santiago ha habido que esperar doce años. El centro histórico, auténtico paraíso en ruinas por el que debe pasar el futuro de la ciudad, sigue a la espera

  • Iglesia de Santiago -

Era Miércoles Santo, pasadas las tres de la madrugada, y el capataz del paso del Señor del Prendimiento se dirigía al martillo para llamar a sus costaleros y emprender la entrada en el templo. Una señora se le acercó, le tocó en el brazo y le pidió que lo dejara “un ratito más” para que pudiera seguir “disfrutando”. No recuerdo si fue el propio capataz, su segundo o un patero, pero sí que alguien se volvió hacia ella y le dijo: “Señora, el Prendimiento está ahí dentro 364 días al año, puede venir cualquier día a rezarle a la iglesia, no sólo esta noche”.

Lo que ninguno de los dos sabía es que aquél iba a ser el último año que el Señor del Prendimiento procesionara desde Santiago en mucho tiempo y que tendrían que pasar hasta doce años para que volviera a rendirse culto a la imagen en su sede canónica; de hecho, todavía no es posible, habrá que aguardar aún algunas semanas. Doce años. Se dice pronto, pero habrá quien no haya podido volverlo a ver.

En doce años te da tiempo a conocer tres mandatos municipales, tres olimpiadas, tres mundiales, hasta a dos presidentes norteamericanos, a ver las quince temporadas de Cuéntame. Es lo que puede tardar la sonda espacial Juno en ir y volver desde Júpiter, y es el tiempo medio que necesita un estudiante para llegar desde Primaria hasta la Universidad: doce cursos.

Doce años privados de uno de los monumentos más importantes de la ciudad, tanto desde el punto de vista religioso como patrimonial, y no por falta de empeño, sino, como suele ocurrir en estos casos, por una serie de catastróficas desdichas que empezaron por la quiebra de la empresa que empezó a realizar las obras y acabaron con el desentendimiento de la Consejería de Cultura cuando llegó la época de las vacas flacas. El uno por el otro, y el templo sin barrer.

El Obispado, en una operación de riesgo, asumió finalmente el reto de las obras. No le han faltado los apoyos ni las ayudas, y mucho menos la colaboración ciudadana, a la hora de conseguir los fondos necesarios para reimpulsar el proyecto. Finalmente ha sido lo mejor.

No sólo hemos disfrutado con el resultado tras la reapertura, sino con el didáctico proceso de restauración llevado a cabo por el arquitecto Emilio Yanes, quien, en una visita privada a las obras, nos reconocía que el problema de Santiago es que “ha sido una secuencia de desastres permanente”. “Es algo que está acreditado”, recalcaba para consolidar su diagnóstico. “La esperanza es que después de esta intervención ya no vuelva a pasar, porque esta iglesia tiene un problema congénito gravísimo. Es inestable de por sí. Está concebida con tendencia a caerse. Es gótica el 50%, pero el otro 50% no lo es. Una mitad tiene arbotantes, pináculos, contrafuertes, y la otra mitad no. Hay una concepción errónea de ráiz y por eso cada 50 años la iglesia se cae, por su mal planteamiento, que es difícil de admitir comparado con la belleza de la iglesia. No funciona nada estructuralmente”.

Ahora sí lo hace, tanto desde el plano estructural como desde el estético, y permanecerá así además, a partir de este momento, como una referencia dentro del intervencionismo monumental y arquitectónico. Lo va a agradecer el barrio y lo va a agradecer la ciudad, aunque suponga subrayar las carencias en materia de rehabilitación de las que adolece el centro histórico.

Esta misma semana se ha producido un nuevo derrumbe en un viejo casco de bodega de Rincón Malillo y en un inmueble abandonado de la calle San Honorio apareció el cadáver en descomposición de un hombre que podría llevar casi diez días muerto. No tiene vinculación un hecho con el otro, salvo por la situación de dejadez que presentan tantos edificios de la zona, auténtico paraíso en ruinas por el que debe pasar el futuro de la ciudad si quiere contar con argumentos que enriquezcan su proyección social, cultural y turística. El reto ya es abrumador con sólo echar un vistazo al plano, pero peor es seguir dejando pasar el tiempo, por muy rápido que pase, como hemos visto en doce años.

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