En Los Soprano hay un par de capítulos memorables en los que el protagonista viaja por primera vez en su vida a Italia acompañado por varios de sus secuaces, para entablar negocios con un importante capo. Para ellos, Italia es el origen, la fuente de todas las cosas, el lugar donde nacieron sus antepasados, y lo tienen tan presente, tan inculcado, que cada vez que hablan de ello parecen haber pasado allí su infancia, aunque sean los recuerdos de otra persona, idealizados al mismo tiempo por la imagen que les han trasladado películas como
El padrino. Sin embargo, ni siquiera hablan italiano; a lo sumo, mantienen presentes algunas expresiones autóctonas, como si el idioma se redujera a ellas, y una serie de códigos de identificación consanguíneos que siempre tienen que ver con la familia y con rasgos definitorios: sólo dejan que sus hijos se relacionen con jóvenes cuyos apellidos terminen en vocal, porque es la única forma de garantizar su origen italiano.
En virtud de esa representación preconfigurada de las cosas, su estancia en Italia no puede ser más decepcionante; no sólo porque comprenden que es imposible revivir los recuerdos de otra persona -a lo sumo, descubrir algunos de los paisajes que les habían descrito-, sino porque el propio concepto del negocio familiar está ya más próximo al de la gestión empresarial -hay demasiada competencia en el viejo continente-, que a la tradicional identidad de la Camorra, por mucho que no se haya desprendido ni de la capacidad de extorsión, ni del gatillo fácil, ni de los negocios ilícitos.
Cuando en marzo de 2012 detuvieron en Jerez a Giuseppe Polverino, alias
O Barone, uno de los más importantes capos de la Camorra napolitana de los últimos años, todos nos construimos de inmediato la misma imagen preconcebida que tenían los Soprano del mundo de la mafia en Italia; una imagen que se correspondía, por otro lado, con lo que se contaba de él: un tipo “de máxima peligrosidad” que controlaba el tráfico de hachís del sur de Italia y que manejaba un imperio económico de mil millones de euros. Pero una imagen que dejaba de lado al mismo tiempo otros detalles esenciales, como que Polverino dirigía el negocio “con notable espíritu empresarial”, según uno de los informes de los Carabinieri, que resaltaba asimismo que había logrado reemplazar el perfil tradicional de capo por el de “empresario-manager-estafador, cada vez más alejado de la vieja escuela y más próximo a códigos empresariales”. Los investigadores, de hecho, hablaban de él como un “personaje de significativa capacidad empresarial, capaz de diversificar sus inversiones en actividades aparentemente lícitas”. Tan lícitas como que acaba de ser absuelto de los delitos por los que fue detenido en Jerez: blanqueo de capitales y asociación ilícita, al no poder demostrarse que los negocios que había emprendido en España estuviesen planificados para lavar dinero ni que ese dinero procediese del tráfico de drogas, ya que aportó pruebas de las distintas actividades mercantiles de las que venía el dinero.
Polverino no tendrá que cumplir condena en España, algo que sí lleva haciendo desde 2012 en Italia, donde fue sentenciado a sesenta años de prisión por asociación mafiosa y tráfico de drogas, asuntos por los que tuvo que huir de su país y por los que estuvo perseguido durante varios años, los mismos que pasó cambiando de domicilio, preferentemente en suelo español: en 2007 fue localizado por primera vez en Tarragona, y más tarde se supo que también residió en Alicante hasta su llegada a Jerez, donde fue finalmente detenido en 2012. Su causa en nuestro país ha quedado en nada, pero su detención sí sirvió para poner fin a su extenso currículum delictivo, al permitir que fuese juzgado por las autoridades italianas. “Sono Giuseppe. È finita”, dicen que le reconoció a los guardia civiles y carabinieris que le detuvieron en Jerez cuando vio que no tenía escapatoria.
También de todos los nombres que aparecen vinculados a los papeles de Panamá nos cuentan que sus actividades son completamente lícitas, pero cuesta poco formarse ideas preconcebidas acerca de sus posibles intenciones. Será que somos muy malpensados, aunque para suplir ese defecto siempre podremos recurrir a una gran verdad, que es también nuestra esperanza: la policía no es tonta.