El mundo de los medios de comunicación está a punto de dar un paso más dentro de su transformación evolutiva, que no hacia su desaparición, como si huyera de la comparación con un dinosaurio. Lo hará, eso sí, en detrimento del periodismo como herramienta narrativa; entre otras cosas porque no se puede hacer periodismo sin periodistas, que son las variables de la ecuación a punto de transmutar en meros comunicadores.
No ocurrirá de hoy para mañana, pero los grandes medios ya se preparan para afrontar una nueva etapa de supervivencia desde la que alumbrar un mañana que se va a parecer bastante poco a nuestro pasado más reciente, por mucho que se ennoblezca el discurso con alusiones a la libertad de información, a la calidad de los contenidos y al compromiso con la sociedad. En realidad, lo único noble va a ser morir con los principios intactos.
El periodista Pedro Simón publicaba en El Mundo hace una semana un artículo en el que aludía a estas cuestiones, y aunque alguno de sus compañeros pudo responderle con un “me lo dices o me lo cuentas”, resultó bastante premonitorio con algunas circunstancias vividas en Jerez a lo largo de esta semana.
Escribía Simón: “En la época del vino sin alcohol, de los deberes sin cuadernos, de las modelos sin curvas, de la política sin políticos, lo que nos faltaba era el periodismo sin periodistas. Y ya llegó. (...) El resultado de todo es que importa mucho la comunicación y nada la información. Que queremos usuarios y no lectores”. Pongan todo esto en perspectiva con la trascendencia mediática alcanzada esta semana por las imágenes de la reyerta vivida en una caseta del recinto ferial y podrán hacerse una idea de lo que nos espera. Es decir, mucha comunicación y nada -o poco, tampoco seamos tan categóricos- de información.
Desde los atentados del 11-S en Nueva York, nuestra perspectiva de ver el mundo ha cambiado por completo. Primero, porque asistimos en directo a una devastación sin precedentes -en Estados Unidos hubo telespectadores que se quejaron por no poder presenciar el impacto del avión en la primera de las torres, como si les hubieran privado del inicio de una película-; y, segundo, porque gracias a los móviles de última generación, cualquier persona puede convertirse en emisor y receptor de cualquier devastación o hecho extraordinario sin el más mínimo filtro. De la pelea de este miércoles hay tantos vídeos particulares realizados que se puede hacer un montaje de la misma desde diferentes planos y puntos de vista.
Cada uno de esos testimonios gráficos se hicieron virales en menos de ocho horas. Algunas plataformas digitales, las mismas que han empezado a entender que “importa mucho la comunicación y nada la información, que queremos usuarios, no lectores”, los convirtieron en su gran lanzadera de la jornada, al tiempo que en las redes sociales se sucedían mensajes compartidos que aludían a la -falsa- muerte por un navajazo de uno de los implicados en la reyerta y las grandes televisiones comenzaban a hacerse eco de los hechos como si se tratara de uno de los grandes acontecimientos de la jornada a nivel nacional: no la Feria, sino el suceso -las imágenes del suceso, mejor dicho- en la feria (hasta hace unos años quien lograba vídeos de este tipo podía sacar algo de dinero a las televisiones, hoy se conforman con multiplicar sus followers).
Un día después se emprendió en las redes sociales una campaña para divulgar los auténticos valores de la Feria del Caballo, los atributos por los que la hacen única en el mundo, por los que sólo se la debería conocer, pero ésa fue ya una reivindicación en diferido, y en la que lo verdaderamente triste fue comprobar cómo muchos de los que reclamaban la grandeza de su fiesta habían sido los mismos que un día antes habían compartido hasta la exageración los vídeos de la pelea. Y ése es el tipo de rigor al que nos encaminamos, al de la comunicación por la inmediatez. Todo lo demás es tan accesorio como prescindible. Así hasta que algún día terminemos por lamentarlo.