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El sexo de los libros

Antonin Artaud y el rito del peyote (y IV)

Sin embargo, al gobierno mejicano le irrita que los tarahumaras consuman peyote y regularmente envía al ejército a la sierra para frenar su cultivo...

Publicado: 08/07/2022 ·
10:55
· Actualizado: 08/07/2022 · 10:59
  • PLANTA DE PEYOTE
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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El viaje a lo más hondo, a lo más lejano de la enfermedad se acreditaba por el reingreso, mediante el peyote, en «la fuerza de gravitación natural de los primeros hombres», anegado en una luz plenamente desconocida, uniéndose —como le dijo el jefe indio— «a la entidad sin Dios que te asimila y te engendra como si te crearas tú mismo, y como tú mismo en la Nada y contra Él, a todas horas, te creas». Fue así como, desde un sincretismo particular, cristiano y anticristiano e indigenista, todo según sus prerrogativas poéticas, representó la propia perceptibilidad de los arcanos originarios y las incógnitas de la cosmogénesis por la acción del peyote que regía absolutamente el desarrollo del culto, sin descuidar el subsidio alcohólico del tesgüiño  (tesgüino o tejuino), una cerveza de maíz de efectos mudables entre la implementación y el desquiciamiento, por lo que no es aventurado suponer que en aquellos agasajos  abundaba la algarabía y el desmadre; es decir, el aderezo menos propicio para un loco. Se encendían hogueras, las mujeres machacaban el peyote, se sacrificaron dos chivos, fueron clavadas en la tierra diez cruces de las que colgaban espejos, una mano salida del aire dibujó en el suelo un círculo mágico, y el danzante entraba y salía del círculo, como entrar y descender en la enfermedad para poder salir, que es en lo que consistía la sanación al restablecer el lavatorio ritual seguido de micciones, aerofagias y deyecciones sacramentales, rivalizando  entre sí los copartícipes, escupiendo el peyote que habían bebido, los hechiceros formaban nuevos círculos, venían  otros arqueamientos, las preces y jaculatorias, antes del final, cuando supuestamente el enfermo quedaba curado en el torbellino de monomanía colectiva, apareciendo una vez más la sombra de la crucifixión. «Esa fuerza de lo infinito que un día nos lanzó en un alma y a esa alma en un cuerpo; y es a la imagen de esta Fuerza que el Peyote nos ha conducido porque Ciguri nos llama hacia Él». El secreto del Ciguri es no sobrepasarse en la dosis; no acercarse demasiado a Dios para que éste no se aparte de ti y en su lugar llegue el Diputado del Mal. Sin embargo, al gobierno mejicano le irrita que los tarahumaras consuman peyote y regularmente  envía al ejército a la sierra para frenar su cultivo, destruyendo plantaciones con el concebible berrinche de los indios. «El Rito de Ciguri es un Rito de creación que explica cómo las cosas son en el vacío y éste en el Infinito, y cómo las cosas brotaron del Infinito a la Realidad y fueron hechas».

En medio de tantos vacíos e infinitos, Dios parece difuminarse o volatilizarse, y, no obstante, es como si continuara actuando entre los hombres, o como si a éstos —piezas inembargables del rompecabezas de la muerte— les costara trabajo prescindir de la aprehensión resolutoria de lo divino, lo que se reflejaba en los incontenibles y desbocados movimientos en torno a la coreografía devocional del peyote —perfección geométrica y numerológica—, el hombre rehaciéndose a sí mismo al ser asesinado por Dios,  con un cuerpo más allá de la materia intervenida por Ciguri, por el rugido del sacerdote, bajando a los pozos sin fondo de la noche, para «ver en el Infinito y como en un sueño la manera como Dios creó la Vida»; la verdad de las cosas, no su apariencia, la verdad in puris naturalibus por la epifanía de Ciguri dentro del ser posterior a las tinieblas, superando el deseo ficticio y posesionándose del otro lado de los objetos con la llave que abriera la puerta hacia aquello  que hasta entonces había sido lo incognoscible; el peyote era el hombre y su conciencia atávica contra las irrealidades y las mentiras para desentrañar la clave  indestructible de la poesía como «inervación magnética del músculo cardíaco», la alquimia del hígado, y el bazo, que «es la respuesta física de lo infinito». La libertad se encontraba lejos de los hombres y de la visión de Dios. Seguidamente, contradiciéndose, dijo que «sin Dios no había ni conciencia ni ser». Rito del peyote El Sol, la cruz, las cruces solares, la cruz de luz; en estos símbolos se resumía «la verdadera historia de Jesucristo tal como las doctrinas del cristianismo de las Catacumbas nos la han trasmitido», y, como un don de la divinidad, la planta del Ciguri fue regalada a los rarámuris —y a otras comunidades de pieles rojas— como una especie de bálsamo universal y taumatúrgico. En Rodez, en 1944, escribió: «Solo quiero ser, para siempre, ese poeta que se sacrificó en la Cábala del yo por la concepción inmaculada de las cosas». Él vio, y vieron otros como él vio, el estallido del Sol en una noche del espíritu, que no podía ser sino la noche de los relámpagos, en la que el yo y el no-yo se obstinaban en la reciprocidad de su beligerancia. Todavía le quedaban redaños para hablar del Bien y del Mal, de dioses (de Dios), de bestias y demonios, y también, más tardíamente, hasta sus días finales, la invalidación se sustanciaba en el pensamiento y sus constantes obliteraciones, como si se cristalizase la trágica conclusión de Oskar Panizza, otro loco: que “si no destruimos el pensamiento, el pensamiento nos destruye”;  o ciertas repercusiones  stirnerianas, del único y su propiedad, de un yo que era el origen absoluto de toda relación posible. El peyote hacía que la consciencia y la preconsciencia estuvieran objetivamente al alcance del hombre, pero más que autoestima y redención lo que postulaba era el conocimiento como voluntad de pensar y no de vivir, no el arte ni la magnanimidad, ni el nihilismo del nirvana. «El Bien es lo que existe y el Mal lo que no existe, lo que no vivirá y lo que dejará de ser». El peyote lo desligó definitivamente de la nada conduciéndolo hasta el misterio de la castidad que era el antídoto de la muerte. Dijo: «los que dicen que no hay un Dios han olvidado el corazón»; pero Artaud lo dirá muchas veces desarrollando  un criptolenguaje por mediación de incesantes y flagrantes contradicciones; ni la religión ni la ideología, ni el Estado ni los entramados institucionales, ni las leyes ni la educación, ni ninguna estructura que ejerciera cualquier autoridad sobre el individuo; sí, vagamente recordaba a Stirner, pero él no se detenía ahí; su hiperestésica  clarividencia, taladrada por la locura, hizo de su transgresión metafísica un vértigo fálico-anal premonitorio de la vida como Infierno.

Si no hubiera habido médicos

jamás habría habido enfermos,

ni esqueletos de muertos

ni enfermos para desollar y despellejar,

porque es con los médicos y no con los enfermos,

que la sociedad comenzó. 

Ni México ni los tarahumaras desaparecían de su memoria, como Irlanda y el báculo de san Patricio, realmente de Jesucristo, el injuriado, el mancillado, el lacerado y por fin crucificado. Muy extraño si aceptamos que «la muerte no es más que un estado de magia negra que hasta hace poco no existía». En ningún tiempo había buscado lo supranormal; dicho con sus palabras: «los revestimientos imbéciles, de las corporizaciones espirituales imbéciles que la literatura, la poesía, el espíritu, la filosofía, la razón, los ritos, la inteligencia, la moral, le agregaron [a lo real] siglo tras siglo», la reinserción del cuerpo en el vacío de Dios, sin que sepamos el día y la hora, sólo que llegaría como un ladrón en la noche para apropiarse de los espíritus como afirman las escrituras; lo previsto en estas ocasiones, repentizando sobre las interioridades de una lingüística de emanación nihilista. «La inteligencia vino después de la estupidez, que siempre supo sodomizarla de cerca». Aquello era echar leña al fuego. «Los hombres, todos, han querido habituarse a creerse mis padres y madres cuando no eran sino mis excrementos». Ahí sustituyó el concepto de idea por el de trans-expresión, la voluntad cohesiva por un mediador emocional que descargaba su apesadumbrado cerebro de toda la mugre y todas las obscenidades de la humanidad. Lo declaraba un opiómano confeso. Alguien que patentizaba el  delirio persecutorio. Los maleficios de los tarahumaras haciéndose pajas, las morisquetas y bufonadas, las «actitudes macarrónicas»; y, de repente, una espantable alucinación auditiva, «como si cien mil bosques carbonizados entregaran el alma, acusándonos». Recordad que había ido a salir, no a entrar, y resulta que las cordilleras se levantaban en su contra. Tertium non datur. «El peyote no devuelve a lo real, pero nos decepciona de la inteligencia y nos devuelve a la vida como purgados después de una fase inefable de trances». Y en Rodez pudo todavía escribir: «vi aparecer la Cruz del Calvario como un desgarro ensangrentado de órganos que le permitió a la consciencia humana alcanzar por las virtudes de esa sangre los vados de la Eternidad». Y aquí finalicé el evangelio. Era suficiente para comprender y no había nada más que añadir.

 

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