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Miércoles 24/04/2024  

El cementerio de los ingleses

Opinando, que es gerundio

El moderador ha pasado a ser un mero presentador incapaz de poner fin al sonrojante gallinero

Publicado: 04/04/2022 ·
20:21
· Actualizado: 06/04/2022 · 15:16
Autor

John Sullivan

John Sullivan es escritor, nacido en San Fernando. Debuta en 2021 con su primer libro, ‘Nombres de Mujer’

El cementerio de los ingleses

El autor mira a la realidad de frente para comprenderla y proponer un debate moderado

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Vivimos tiempos convulsos y no hace falta que este servidor de ustedes lo diga. De por sí, lo que va de este año se suma a lo acumulado en estos dos años de pandemia y pone a prueba al mejor de los marcapasos. Reconozco que a veces da miedo consultar cada periódico digital, ver cada informativo y hasta abrir las redes sociales, foro de debate habitual en esta era. El martes pasado entraba en una red social cualquiera para felicitar el cumpleaños de un amigo y terminé debatiendo sobre la pandemia, comentando alguna noticia sobre el paro patronal del sector del transporte y observando el cabreo generalizado por los precios de la luz. Raro fue no hablar de Ucrania. Al final me puse de tan mala leche que olvidé felicitar a este amigo por su día y me sentí muy ofendido por un meme de gatitos.

Cuando yo era niño, hace taitantos años, España era ese país de los cuarenta millones de entrenadores y seleccionadores. Ahora, hemos pasado a ser cuarenta y siete millones y hemos diversificado los campos en que mostrar nuestra experta maestría: epidemiólogos, científicos, vulcanólogos, expertos en geopolítica, gurús del mercado energético, analistas de cada sector productivo, rompedores de cadenas y guardianes de Invernalia. Casi nada, oiga. Para que luego digan que los españoles no estamos cualificados. Sin embargo, basta un titular (ni siquiera una noticia) con un matiz ligeramente tendencioso para que la víscera se exalte, opaque nuestro experto conocimiento y suelte por boca o teclado lo primero que le salga, sin pasar los filtros del contraste, el análisis y la conclusión más lógica que pueda dar nuestro caletre. Luego, si llega la aclaración o desmentido de esa información cuyo titular nos hizo soltar sapos por la boca, nuestra reacción puede tomar dos caminos: la huida hacia delante, manteniéndonos en nuestra postura por no admitir nuestro error, o sentirnos idiotas por haber escupido improperios sobre una falsedad, una verdad a medias o incluso por censurar una postura con la que, al final, estábamos de acuerdo.

No digo nada nuevo en cuanto a que es necesario bajar el tono, debatir con educada discrepancia y recuperar, en los medios y en la calle, la elegancia del debate sosegado. Si vemos cualquier debate televisivo, veremos cómo los contertulios se interrumpen, alzan el volumen y convierten al siempre enriquecedor debate en una jaula de grillos; ni se entiende lo que se dice ni resulta gratificante presenciar semejante verdulería. El moderador ha pasado a ser un mero presentador incapaz de poner fin al sonrojante gallinero. Al final, se pierde el interés por la materia debatida. El debate no nos ha enriquecido porque ha dejado de ser un debate. Y esa falta de un debate de verdad, que defenestre al show televisivo y a la verdulería que actualmente es cada plató, provocará el efecto que el auge de debates televisivos de hace unos años venía a combatir: la desafección de la población por la política y los asuntos de actualidad que nos afectan directamente.

La confrontación de ideas y opiniones es tan antigua como el propio pensamiento, como la propia especie humana. Quizá por ello, como las canas, merezca un respeto. Y ese respeto que pido no es otro que ser capaces de opinar sin ofender, sin atacar, sin imponer... Aunque por ahora, en los medios y en la calle, hayamos optado por el salseo y la crispación mientras al anciano debate lo hemos dejado en una residencia: la del ostracismo.

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