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El método Kominsky 3: La vejez puede ser peor aún, o no

La tercera temporada de la serie de Chuck Lorre es la más amarga de todas y lleva más allá su nada complaciente visión de la vejez y la soledad

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La tercera entrega de El método Kominsky es la más amarga de todas. Ya no le basta con certificar el leit-motiv que atraviesa toda la serie -la vejez es una auténtica mierda-, sino que ahonda en esa nada complaciente visión de la tercera edad a partir de otras constantes, como la soledad, la ausencia, los fracasos vitales y los sueños rotos o abandonados. Al decir más amarga también queremos decir menos cómica, porque aunque el humor  sigue jugando una baza fundamental como contrapeso narrativo, no está tan presente como en las dos temporadas previas, como si hubiera perdido su sentido de fuga frente a los achaques de la edad o se viera vencido por una realidad inevitable: mueren tus amigos, solo te queda la experiencia y los recuerdos, has dejado de funcionar en la cama y, a lo sumo, aprecias el destello de disfrutar de algún que otro momento en familia, incluida tu ex esposa. 

El punto de partida, de hecho, es una declaración de intenciones: un funeral, el de Norman (Alan Arkin), imprescindible coprotagonista desde el inicio de la serie. A Arkin, a sus 87 años, no le quedaban ganas de seguir adelante, y nos perdemos la excelente composición de su personaje y sus afiladas opiniones sobre la vida y la gente en general, pero se crece asimismo Michael Douglas como gran maestro de ceremonias de una función en la que suple otra notable ausencia, la de Nancy Travis, con la de la impagable incorporación de Kathleen Turner, y llevar así hasta sus últimas consecuencias lo que hasta ahora solo había sido un guiño: la breve aparición de Turner en mitad de la selva colombiana en la temporada anterior. El guiño, de hecho, es triple: al mítico pasado (Tras el corazón verde), al de su antológico divorcio en la ficción (La guerra de los Rose) y al del paso del tiempo, que ha causado estragos en el cuerpo de la inolvidable actriz de Fuego en el cuerpo a causa de una enfermedad reumatoide que lleva arrastrando varias décadas.

Así, entre reflexiones vitales y (auto) referencias cinematográficas -incluida la de un joven Paul Reiser (aquí yerno de Douglas) en la película Diner-, la trama avanza envuelta en una bruma de rendición constante, aunque sin desaprovechar la ocasión de reivindicar la ilusión de vivir y agotar todas las oportunidades, aunque se esté más cerca de la tumba.

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