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‘Mi gran noche’: ¡Fiesta, Fiesta!

La carga crítica, sarcástica y corrosiva se difumina por un tratamiento de farsa y grandguiñolesco, que dinamita incluso la propia coherencia interna del relato, por llamarla de alguna manera

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En esta nueva propuesta de Álex de la Iglesia, cosecha del 65, están muchos de los elementos que conforman su filmografía y que definen algunas de sus señas de identidad como realizador. Como la exuberancia visual. Como una producción y factura impecables. Como un diabólicamente brillante manejo de la cámara, los encuadres y los planos en las escenas de masas.

Como, precisamente, esas secuencias y escenas que mueven a muchos personajes, con varias acciones simultáneas en ellas. Como las historias corales. Como su barroquismo. Como su desmesura. Como sus excesos. Como los riesgos narrativos y de tratamiento, que es capaz de asumir para lo mejor y para lo peor.

Quien esto firma escribió en una entrada anterior que la sinopsis de ‘Mi gran noche’ podía resumirse como “una mirada enloquecedora a la grabación de un programa de Nochevieja, en pleno verano y en un espacio, no por amplio menos claustrofóbico, donde estallan todos los conflictos”. Conflictos, sí. De egos, entre estrellas, conyugales, laborales, paterno-filiales, de y con la figuración, el equipo técnico, representantes…


Este batiburrillo narrativo en el que, también como suele ser habitual en él, incluye algún delito, o intento, de sangre y gore, lo resuelve aquí con resultados irregulares y desiguales. Algunas tramas son más eficaces que otras. Pero, en general la carga crítica, sarcástica y corrosiva se difumina -especialmente en lo que se refiere a sus nada sutiles alusiones a cierta cadena privada, con algunas hilarantes excepciones, que haberlas haylas- por un tratamiento de farsa y grandguiñolesco, que dinamita incluso la propia coherencia interna del relato, por llamarla de alguna manera.

100 minutos de metraje. Escrita por su firmante y por Jorge Guerricaechevarría. Fastuosamente fotografiada por Ángel Amorós. Su eficaz banda sonora se debe a Joan Valent. Y, en general, un merecido chapeau a todo el equipo técnico y de producción.

En cuanto al artístico, con un casting impresionante, marca también de la casa, destacan poderosamente, para la sorpresa de quien esto firma y con la casi total unanimidad de la crítica, las composiciones de Raphael -le caerá algún premio, no lo duden- cuyos tours de force con Carlos Areces, otro grande, y Mario Casas son desternillantes. Las de este último, que lo borda como la pseudoestrella y sex symbol procaz, inocente y hortera. Y la de Blanca Suárez, de la que descubrimos su vis cómica en un rol de ingenua explosiva, con reminiscencias pijas y tiernas. Además de otra característica, personal e intransferible, que no debe desvelarse. También les puede caer alguna nominación…

Recapitulando. Brillante, desigual, divertida por momentos, fulgurante, irregular, desmesurada y con importantes bajones de ritmo. Sobrada de metraje y carente de las necesarias elipsis, de la imprescindible sutileza. La mirada del cineasta sobre esta fauna particular que la puebla es misántropa. Sí. Pero muy esquemática y sexista para con los personajes femeninos, trazados con brocha gorda y sal gruesa. También es impío con los masculinos, sí. Pero son más complejos.

Pues eso. La pelota está en sus tejados. Ustedes deciden. Quien esto firma, se va a mojar -como siempre hace, por otra parte- y para bien, y para mal, les recomendaría no perdérsela.

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