Los imponentes sones de Margot -la marcha con la que el maestro Turina ilustró la noche del Jueves al Viernes Santo- dejan paso a una de las obras esenciales de Abel Moreno -La Madrugá- para prolongar el día más largo y apasionado del año. Previamente, los cofrades hemos disfrutado de una intensa jornada llena de simbolismo, rituales, contemplación, liturgia, adoración, emoción y reencuentros, que cada año se repiten como un eterno déjà vu.
El Jueves Santo atesora, a partes iguales, el cansancio acumulado en los frenéticos días previos, y la ilusión y el anhelo por lo que queda por vivir. Es un día familiar, considerado el día del Amor Fraterno, pero, a su vez, también es un día de recogimiento y reflexión.
En mi caso particular, desde hace varios años, vivo y disfruto el Jueves Santo a medio camino entre mis dos ciudades, Cádiz, mi ciudad anhelada y Osuna, mi ciudad natal. Eso me hace trasladarme, en tan solo unas horas, de la madurez a la niñez, del presente al pasado, de la actualidad a los recuerdos. En este sentido, el Jueves Santo, para mí, está lleno de contrastes, que intensifican mi vivencia anual, y que me enriquecen como persona y como cofrade. La salada, húmeda y fervorosa mañana gaditana, da paso a la fresca tarde de una Osuna que luce señorial y elegante vistiendo sus mejores galas. La tempranera visita a San Lorenzo para contemplar la sobrecogedora escena de Jesús de los Afligidos portando la cruz junto a su desconsolada madre, se contrarresta, en pocas horas, con la esplendorosa salida, a través los cantillos del Carmen de la Villa Ducal, del Cristo de la Humildad y Paciencia, contemplado de cerca por la Virgen de la Soledad.
No puedo, tampoco, obviar el tradicional paseo por el barrio de Santa María la mañana del Jueves Santo, maravillosamente engalanado para recibir la impresionante y valiosa talla del Nazareno, por aquellos mismos fieles que cada viernes se encomiendan al regidor perpetuo de la ciudad, que se recreará y lucirá hasta altas horas de la madrugada, estrenando paso, para regocijo de su barrio y de todos los gaditanos. Ese paseo tiene su continuación en la catedral vieja, la iglesia parroquial de Santa Cruz, para visitar y adorar al Cristo de Medinaceli, cuyo rostro moreno me da su bendición para que viaje a Osuna henchido de paz. La devoción y fervor que levantan ambos, Nazareno y Medinaceli, me recuerda al entusiasmo y apasionamiento que despierta Nuestro Padre Jesús Nazareno en Osuna, al que le ofrezco mi rezo, esa misma tarde, en su capilla de la Parroquia de la Victoria, tras haber conmemorado la pasión, muerte y resurrección del señor en los Santos Oficios.
Jesús revivió su pasión y muerte en su oración en el Huerto, imagen desgarradora en la que antepuso la voluntad de Dios a su propio sufrimiento, escena que recorre cada Jueves Santo las calles gaditanas, de Puertatierra a Catedral, con la Gracia y Esperanza por bandera. En Osuna, a la misma hora en la Parroquia de Santo Domingo, Jesús ha caído sobre un monte de claveles sometido a la flagelación perpetua, acrecentada año tras año con guerras, violencia, horror y crisis, y simbolizadas en una cruz que cada vez es más pesada.
Mi Jueves Santo no finaliza… Observo ilusionado las túnicas negras de cola dispuestas para que tres generaciones de mi familia hagan penitencia con nuestra Madre y Señora de los Dolores. Se escucha Margot en la distancia y espero, con ansia, que suene la Madrugá…