El consumo medio diario de televisión durante el año pasado creció hasta los 240 minutos por persona y día. Pueden parecer muchos, y son achacables a la pandemia y a las semanas de confinamiento, pero en total solo son 22 minutos más que en 2019. Lo que sí ha experimentado un enorme cambio es el consumo de los contenidos televisivos y, entre ellos, los productos de ficción: quien no vea series se ha quedado sin temas de conversación a la hora del desayuno.
El número de hogares españoles con cuentas de Netflix, Amazon y HBO ha subido hasta el 42%, nueve puntos más en un solo año, y hay quien ha interpretado las cifras como las primeras señales del apocalipsis, puesto que, dicen, esa adicción a las series está fomentada por algún tipo de contubernio político al que le interesa el amodorramiento de las masas, la negación del discernimiento y la falta de conciencia crítica que puede estar alentando nuestra inmersión en horas y horas de ficción.
La explicación es mucho más sencilla y tiene que ver más con nuestros padres y abuelos que con conspiraciones al hilo de una pandemia mundial, puesto que todo se reduce a una necesidad de evasión, la misma que ellos practicaban cuando no había otra opción de ocio barata que la de ir al cine. Las series se han convertido en vía de escape, en una especie de fuga temporal, de distracción, y en tema de conversación, por qué no, aunque ni tengan que ver con nuestras vidas ni vengan a mejorarlas. Tampoco lo hacía el cine en su momento, pero hubo un tiempo, entre los años 40 y los primeros 60, en que, a falta de televisores en los hogares, era la única forma de asomarse al mundo y dejar cultivar la propia educación sentimental, aunque la censura les robase besos, triángulos amorosos y hasta los muslos de Silvana Mangano en el cartel de
Arroz amargo. El cine, como ahora las series, vivía por ellos romances y aventuras antes de volver a la claridad de la calle donde, de vuelta a casa, aún se imaginaban en el papel de Kirk Douglas o Ava Gardner, de Burt Lancaster o Grace Kelly, de Gary Cooper o Sofia Loren.
Y entiendo a Carlos Boyero cuando dedica la mitad de la crítica sobre una película a contar cómo llega hasta la sala de proyección y lo que siente al salir, porque forma parte de esa esencia de entender el cine como un acto de evasión que remite inexorablemente al pasado, a un pasado que se fue, como le recuerdan sus despiadados detractores, empeñados en afearle que tenga criterio propio a la hora de evaluar una película, pero un pasado que mantiene sus constantes a la hora de empujarnos, como ahora, para apartarnos durante 30 o 60 minutos de la realidad porque resulta demasiado insoportable, o porque la situación es insoportable, y hasta porque quienes nos gobiernan también lo son, a la espera de mejor ocasión para volver a las urnas, aunque el CIS de Tezanos diga que no hay necesidad.
La cuestión es que seguimos inmersos en el laberinto del Covid sin visos de encontrar la salida a corto plazo. Todo vuelve a estar relacionado de una manera o de otra con la pandemia, como en marzo pasado: hemos vuelto al monotema. Hables de lo que hables, siempre, aunque sea de refilón, todo te lleva hasta él, ya sea porque te afecta en el trabajo, en tus ingresos, a tus conocidos, a tu salud mental, a tu futuro, a tu equipo de fútbol. Y a lo máximo que aspiramos en este nuevo día a día es a interpretar con cierta claridad lo que dicen los datos, en busca de algún remanso, de algún respiro, porque contar muertes a diario se ha convertido en algo insoportable.
Desde el miércoles, por ejemplo, la tasa de incidencia, como una constante, comenzó a bajar de los mil casos en algunos municipios. ¿Una buena noticia? No para todos. Las hordas virtuales se lanzaron sobre los titulares como los orcos sobre el abismo de Helm. Hay gente que ya solo acepta por titular un “Vamos a morir”, como una especie de liberación, pero tampoco hay que culparla; nadie nos había preparado para algo así y, de momento, solo podemos elegir la evasión, no la victoria.