Con esta novela histórica, intrahistórica y de exploración de la intimidad —publicada por Peripecias Libros en 2018— continúa Antonio Aguayo su andadura por el ámbito de la narrativa que comenzó a partir del cuento infantil Manolito y los animales de piedra, aparecido en la misma editorial en 2015.
Allí, donde no llegan las palabras se presenta, según el subtítulo, como una Biografía imaginada de Pedro Fernández de la Zarza, personaje histórico de Jerez de la Frontera cuya vida transcurre entre 1494 y 1569, maestro constructor nacido en esa ciudad y activo profesionalmente entre 1524 y el final de su existencia, y asociado a obras importantes como el puente de la Cartuja, la capilla de la Consolación en el convento de Santo Domingo, la capilla de la Pura y Limpia Concepción en el monasterio de San Francisco y, sobre todo, sus intervenciones (1528-1553) en la iglesia parroquial de San Miguel, de tan singular relevancia arquitectónica, Bien de Interés Cultural y Monumento Histórico-Artístico Nacional desde 1931.
Cronológicamente, la novela se centra en los años en que Fernández de la Zarza trabaja en San Miguel, años complejos y dificultosos para España y Europa desde todos los puntos de vista: político, social, religioso, cultural y económico, siendo varios los fenómenos trascendentales que configuran una encrucijada histórica. En España se abre el reinado de Carlos I en 1516, el cual concluye con las abdicaciones de Bruselas (1555-1556) y su retirada a Yuste en 1557. En Castilla, la guerra de las Comunidades se desarrolla entre 1520 y 1522; en Aragón el conflicto de las Germanías ocupa desde 1519 hasta 1523, a lo que se añade la tercera fase de la guerra de Navarra (1521). Como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, tuvo que afrontar problemas tan graves como los enfrentamientos con el turco, las guerras con Francia y los antagonismos político-ideológicos derivados de la Reforma Protestante, que también suscitaron diferentes acciones bélicas, habida cuenta de la defensa a ultranza del catolicismo por parte del César Carlos.
En el plano de la cultura y el pensamiento, dentro del panorama que ofrece el humanismo español, hay que destacar la difusión de las ideas de Erasmo de Rotterdam, especialmente entre 1527 y 1532, ideas que gozaron del apoyo institucional del cardenal Cisneros y de la Corona, y en cuyo seno vemos desenvolverse al protagonista de la novela, partidario acérrimo de la libertad y la tolerancia como lo fueron no pocos escritores, artistas e intelectuales de la época; una visión que también se extiende a los conceptos religiosos por su antidogmatismo, antiformalismo y por un retorno a la depuración evangélica. De hecho, vemos a un Fernández de la Zarza apoyándose constantemente en las tesis humanistas y en una pugna espiritual que le conduce a posiciones primero gnósticas y después ateas: “La religión no quiere seres que piensen (...) Dios simplemente no existe. No existe el más allá, no existe la vida eterna”. El fundamento de la religión es el miedo a lo desconocido y Dios “es la creación más perfecta de los hombres para lograr el sometimiento de la humanidad”.
El relato avanza a través del dinamismo dialéctico entre el interior y el exterior de los personajes, resaltando sus perfiles y las razones de sus actos en medio de los sucesos documentados y envueltos en una crónica que proyecta la significación de esos acontecimientos histórica, social y culturalmente contextualizados. Es así que circulan noticias sobre el movimiento luterano iniciado en 1517 en Wittenberg, la reacción de Roma —o Contrarreforma— y la convocatoria y celebración del Concilio de Trento en periodos discontinuos durante veinticinco sesiones entre los años 1545 y 1563, lo que implicaba la supresión de la práctica totalidad de las libertades y de la voluntad de concordia y entendimiento a cambio de la represión de toda heterodoxia o simple sospecha de la misma, mayormente en la Europa que permaneció bajo la hegemonía ideológica del catolicismo contrarreformista, como fue el caso de España, donde un erasmismo, reducido a círculos de élite, fue asociado al luteranismo y perseguido por la Inquisición. El miedo se instala en la sociedad: miedo a ser delatado, incluso con falsas denuncias; miedo a ofrecer una imagen religiosamente dudosa, a despertar cualquier recelo en materia de la única verdad admitida, como el peligro permanente en que se encuentran los judeoconversos (así le ocurre al portugués Alonso, quien llegará a ser hombre de confianza de Pedro Fernández en las labores constructivas). Aunque también el miedo se reviste de un carácter personalizado, individual, subjetivo, como el que impulsó a De la Zarza a salir de su país huyendo de sí mismo, y no sólo para indagar nuevos horizontes de creación, nuevos planteamientos artísticos (Flandes); y todo ello bajo el impacto del tiempo que fluye sin cesar arrastrando en su fuga las vidas humanas.
En paralelo a las circunstancias históricas, la novela exhibe con precisión el día a día del entorno familiar de Fernández de la Zarza: las relaciones con el maestro Diego, jefe de obras de la iglesia de San Miguel y padre de Tomasina, que será su esposa en un matrimonio excepcionalmente igualitario dentro de los límites impuestos por el estándar social del siglo. Es el yerno el que sustituirá, por acuerdo del Cabildo Civil, a su suegro en la continuación de las faenas del templo parroquial, en las que la hija, muy dotada intelectualmente, ha ayudado a su padre y seguirá colaborando con su marido. En Tomasina, educada con una gran amplitud de miras, hallamos a una mujer libre, culta, poseedora de una aguda intuición que raya, a veces, en lo adivinatorio, modelo ideal de una mujer posible si fueran superadas las restricciones impuestas por un patriarcado socialmente opresor. Los rasgos de su personalidad definen el paradigma de una mujer identificada con la “determinación” y la “firmeza”; “una mujer madura, plena, fuerte e inteligente. (...) Una auténtica compañera con la que compartir no sólo el lecho, sino también la vida”. Registro éste de la paridad entre varón y hembra que venía tratándose en el debate conocido como la Querelle des femmes (‘Querella de las mujeres’), la cual se inició en Francia a finales de la Edad Media y duró hasta el siglo XVIII con la Revolución Francesa. En la novela aparece el nombre de Christine de Pizan (1364-1430), quien participa, a favor de las mujeres, en la mencionada disputa con obras como Le livre de la cité des dames y Le Livre des trois vertus à l'enseignement des dames, ambas de 1405, lecturas que Tomasina aconseja a una de sus nietas. La propia España había dado mujeres intelectuales comprometidas con la cultura humanista, como Beatriz Galindo (La Latina, c.1465-1535) y Beatriz de Bobadilla (1440-1511); y así mismo otras contemporáneas de las anteriores, como las llamadas puellae doctae o mujeres que habían recibido una educación esmerada desde su infancia por voluntad de unos padres cultos y de mentalidad abierta y por tanto antimisógina, entre las que cabe citar a Juana de Contreras, Francisca de Nebrija —hija de Elio Antonio y ayudante de su padre en la redacción de la Gramática Castellana— o Luisa de Medrano Bravo de Lagunas Cienfuegos (no erróneamente Lucía), considerada la primera mujer que impartió docencia en una universidad española. Todas, hay que decirlo, pertenecientes a grupos corporativamente selectos. También en la segunda mitad del siglo XV hay que señalar a dos religiosas que pueden ser adscritas al protofeminismo, como Isabel de Villena y Teresa de Cartagena, además de otros casos europeos, lo que significa que en el territorio renacentista hubo espacios de activismo cultural femenino o proclives a la valoración de las capacidades intelectivas de la mujer orientada a una equiparación con el hombre, ya que no faltaron escritores y pensadores que tomaron partido por esas aspiraciones, como hicieron, entre nosotros, Diego de Valera, Juan Rodríguez de la Cámara, Álvaro de Luna, el arrepentido Pere Torroella, Joan Roís de Corella o Martín Alonso de Córdoba. Ya en el quinientos, con Thomas More y su Utopía (1516), brota una literatura que, sin renunciar del todo a ciertas reservas y vacilaciones (más en unos autores que en otros), se va aproximando hacia una simetría de género, más que nada en el campo educativo; así el español Juan Luis Vives (Instrucción de la mujer cristiana, 1523), el italiano Baltasar Castiglione (Il libro del cortigiano, 1528) y el alemán Cornelio Agrippa que, en De la nobleza y preeminencia del sexo femenino (1529), llega a postular la superioridad teológica y moral de la mujer. De todas formas, tampoco había motivo para triunfalismos, pero es evidente que se produjo una no despreciable evolución.
Al hilo de estas deliberaciones, la figura de Tomasina se eleva, a los ojos de Pedro, como su máximo referente existencial, tal vez hasta un punto de idolatría, de manera que la esposa culmina en un dechado de virtudes deslumbrantes como compañera, madre y pedagoga, guardiana del hogar, asesora artística, ideóloga, heroína en el tálamo e incluso maga. Para Pedro, Tomasina personifica, ante todo, una potencia omnicomprensiva, con la fuerza dominante “de una diosa”, gustándole que, en el sexo, “sea ella la que lleve la iniciativa”, con su belleza sin parangón e “incansable como la propia Venus”. Quizás el psicoanalista de turno detectaría aquí un deseo latente de regresión-rendición no necesariamente de tipo masoquista sino como entrega liberadora y expansiva del ‘sí-mismo’ (self). Con más malevolencia, la apreciación distinguiría los rasgos de un factor femdom (female dominance o ‘dominación femenina’ en inglés); y, más allá de lo sexual, la experiencia que instaura una jerarquía de base FLR (Female Lead Relationship o ‘relaciones lideradas por la mujer’), donde el consenso alusivo entre dominación y sumisión desempeña un rol de mayor entidad. No obstante, Aguayo insiste en fijar las barreras sincrónicas que coartan la libertad a medias real de Tomasina: “Tú y yo hablamos de ideas, de libros, pero, ¿quién tomaría en serio mi opinión si no eres tú? ¿Alguien me la pediría? No, Pedro, no soy libre. Tengo el espíritu y el pensamiento libre, pero no lo soy”. “Hay un muro invisible —prosigue Tomasina— que no puedo traspasar, como si existiera un techo de cristal, el cual no puedo romper y que me impide crecer”.
La novela acoge otros argumentos de un interés incuestionable, ya sea la condición homosexual (el pecado nefando), encarnada en los personajes de Alonso y el padre Martín, párroco de San Miguel; o el de los matrimonios concertados (por familia o por gremio), o el de los abusos de menores por parte de los clérigos dedicados a la enseñanza, como el incidente de una de las hijas de Pedro de la Zarza con su preceptor, el dominico fray Norberto; contradicciones internas de índole sociológica cuyo devenir histórico es examinado dialécticamente en la narración, en la que encajan algunas contingencias clasificables en el catálogo de lo paranormal y vinculadas a esas peculiares aptitudes (¿sobrehumanas?) de las que hace gala Tomasina a lo largo de la obra; contradicciones comunitarias como la oposición e intento de boicotear el trabajo de Fernández de la Zarza que lleva a cabo una turbia comisión de feligreses ultraconservadores de San Miguel, capitaneados por Juan Grajales, so pretexto del elevado coste de las obras de la iglesia: “Sabe vuesa merced —asegura Pedro— que no es el gasto lo que preocupa al tal Grajales y sus amigos, sino lo que está representado en esas bóvedas, especialmente en la última, que aún sin rematar, ya deja ver varios cuerpos desnudos, lo cual, para sus mentes estrechas y para su moral de fariseos, les resulta una provocación”.
Tema capital de la novela es, precisamente, el controvertido programa iconográfico materializado en el templo jerezano que, bajo la advocación del Arcángel, tendrá a la figura del vencedor de Lucifer como eje de la imaginería pétrea —relieves y esculturas exentas— del retablo mayor con los episodios correspondientes a cada cuerpo y donde el peso o juicio de las almas adquiere un rango esencial en el conjunto escultórico con unas particularidades que no desvelaré por no restar intriga al lector, pero que constituyen la causa de su posterior destrucción por móviles ideológicos. De la Zarza será incitado a firmar su obra para que quede constancia de su autoría de cara a la postrera vida de la fama; de ahí la exhortación para que deje su firma, como así lo ejecuta el maestro: Pedro Fernández me feci, año de 1547, y como así puede verse todavía en San Miguel.
El título de esta novela merece un comentario esclarecedor. Donde no llegan las palabras supone una noción que nos remite a la insuficiencia del lenguaje y a la sustitución comunicativa por las imágenes en momentos de gran emotividad o profundos sentimientos. La frase es repetida por el maestro Pedro refiriéndose a su arte; sin embargo, el autor, con notable pericia, ha matizado semejante propuesta, toda vez que en varias ocasiones se alude a la necesidad del lenguaje para la comprensión y disolución de la ambigüedad o nebulosidad de las imágenes: “hay figuras que no son fáciles de entender si no se conocen los textos”, y entonces Pedro recomienda leer la Psychomaquia (‘Batalla por el alma del hombre’) y la Hamartigenia (‘Origen del pecado’), dos extensos poemas doctrinales del escritor hispano-latino y cristiano Prudencio (384-circa 410); o cuando en otra oportunidad glosa ante unas personas una serie de imágenes que les plantean incertidumbres de significado, o el ineludible manejo del idioma mitológico para acceder a la correcta exégesis de determinados pasajes icónicos, siempre más propensos a la anfibología y a las intromisiones simbólicas. Es lógico que el artista plástico —sin menoscabo de la indiscutible eficacia del lenguaje tanto oral como escrito— prefiera un código visual para la expresión de sus designios.