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Viernes 19/04/2024  

El Loco de la salina

El baloncesto y La Isla

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Amaneció ayer como casi todos los días, con el sol prometiendo justicia y con las sombras acorraladas en la calle Real a la altura de la acera de los tramposos. Mi nieto se había acostado recordándome que no se me podía olvidar que por la mañana había movida de baloncesto en la calle Real y que él no quería perderse ningún detalle. Pronto se quedó dormido, mientras yo le contaba el cuento de Pinocho. Medio listo de papeles, me insistió en que le contara mejor cómo eran de altos los jugadores de la Selección Española de baloncesto de los que tanto le había hablado. Yo le dije que eran tan altos que a cualquiera le podía doler el cuello de mirar para arriba. Incluso, aunque yo lo subiera encima de mis hombros, tendría que mirar al cielo para verle la cara a aquellos superhombres. El pobrecito mío se durmió alargando el cuello y con la imaginación revoloteando por la almohada.


En cuanto amaneció, lo primero que escuché fue su voz clara y firme. Abuelo, ya es por la mañana y tú me lo prometiste, con que vamos al lío. Entre una cosa y otra el reloj marcó las nueve. Ya vestidos, peinados, lavados y desayunados, cogimos la calle con la ilusión a flor de piel como dos niños chicos. No se le olvidó a mi nieto el pequeño bloc para que estamparan su firma en él los grandes de la canasta y yo me llevé el bolígrafo de las grandes ocasiones. Llegamos a la calle Real y pasando a duras penas por las pasarelas de chapa, pudimos observar que se iba llenando poco a poco de niños y de balones. Una vez calculado el mejor lugar para que el sol no nos acribillara, esperamos pacientemente. Abuelo, ¿dónde están los hombres altos que me dijiste? Tranquilo, que es temprano. Se habrán levantado tarde, pues cuanto más largos son sus cuerpos, más descanso necesitan. ¿Y cómo son las camas de esos hombres? Enormes. ¿Y cómo son sus tenis? Cuatro veces los tuyos y dos veces los míos. La verdad es que cogimos un buen sitio, porque la avalancha de chiquillos podía ser horrorosa y con la calor no iba a estar la cosa para apretujones. Seguimos esperando, mientras mi nieto me acosaba a base de preguntas cada vez más difíciles de contestar. ¿Y cómo se peinan si son tan altos? Pues se ponen de puntillas.

Y nos dieron las diez, y las once, las doce, la una, las dos y las tres, y desnudos al atardecer nos encontró la luna, digo, el sol. No habrán podido venir. Estarán entrenando en Bahía Sur, mañana y tarde. Seguramente también por la noche y por la madrugada. Mi nieto me miraba con cara extraña. Abuelo, vámonos ya para casa y me terminas de contar el cuento de Pinocho. Conmovido por la alusión directa a las mentiras salidas de mi boca y a la crecida total de mi nariz, volvimos a casa decepcionados.

Y yo me quedé pensando. Tantos años entrenando en La Isla esos hombres tan altos y no han podido sacar unos minutos para aparecer por la calle Real a ver a los niños de La Isla y sobre todo a que los niños de La Isla los vieran a ellos. Si yo me doy una vuelta por la calle Real, no es noticia que valga un euro, pero si la da la selección española, campeona del mundo, ¿cuánto vale eso? ¿Nadie en el Excelentísimo Ayuntamiento de esta ciudad ha podido conseguir la proeza de que esos hombres altos se den una pequeña vuelta por el centro de una ciudad que tanta suerte les ha dado y que año tras año los ha ido acogiendo con tanto cariño y esmero? A ver esta noche con qué cara le cuento yo a mi nieto un cuento que parezca verdad sin que me diga: abuelo, no seas tan embustero.

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