Tarzán me instruyó en la compleja técnica que permite rebanarle el pescuezo a un cocodrilo adulto con el sólo auxilio de una faca, empleada para quebrar la rugosa piel del saurio, y un taparrabos, cuya escueta extensión vela por la pudibundez de los espectadores. Johnny Weissmüller agarraba al reptil tal que así, se aferraba al bicho como lo haría un tanguista experto al cuerpo sinuoso de su partenaire, y ambos se liaban a dar vueltas vertiginosamente, al modo en que es usual en los pollos asados ensartados en sus barras: El hombre mono me enseñó a no arredrarme ante nada.
Tarzán me mostró los peligros de la jungla, las amenazas que acechan al hombre blanco tras cada recodo del camino, entre los árboles frondosos, bajo la tupida vegetación, en los angostos desfiladeros desde los que, película tras película, siempre acababa precipitándose al vacío uno de los porteadores negros que acompañaban a los expedicionarios británicos empeñados en dar con el paradero del rey de la selva: El hombre mono me enseñó que todo individuo está marcado por su destino (según la Metro Goldwyn Mayer, el del 95 por ciento de la población nativa africana era morir despeñado con un fardo a cuestas mientras un alarido desesperanzado daba cuenta de la súbita caída).
Tarzán me reveló que los elefantes ancianos que se sienten morir, desgastados los imponentes colmillos y agotado el corazón, se encaminan sin premura al lugar donde habrán de descansar por toda la eternidad. Allí, en lo más recóndito de la tierra, miles de huesos mondos y lirondos de paquidermos difuntos proporcionan al elefante que agoniza una idea aproximada de lo que le aguarda: El hombre mono me enseñó que, más tarde o más temprano, todo termina.
Tarzán me explicó que los indígenas huelen los signos funestos, que cuando atisban la proximidad del mal arrojan los fardos, dan media vuelta y corren despavoridos al grito de “yuyu, yuyu”.
Los hombres blancos, admirados por la credulidad de los nativos, se hacen cruces para jurar que no volverán jamás a pisar aquel país primitivo y supersticioso, recogen ellos mismos los víveres abandonados por los porteadores, los cargan, continúan camino y acaban atados a un palo, y más tarde devorados, por los miembros de una ferocísima tribu caníbal.
“No, si al final va a resultar que tenían razón”, se lamenta Sir Nathaniel mientras un antropófago se le merienda el contramuslo: El hombre mono me enseñó que nadie escarmienta en pellejo ajeno.
Expuestas de este modo las cosas, las enseñanzas de Tarzán me prepararon para arrostrar los más graves peligros con las manos desnudas, me persuadieron de que el futuro de cada hombre es un sendero trazado de antemano, me advirtieron de que nada es eterno y me convencieron de que la experiencia, aunque ajena, es siempre un grado. No está mal para un gañán iletrado educado por un hatajo de monos piojosos y malolientes.
Nuestra sociedad ha dado la espalda a estos ejemplos de rectitud. Esta actitud displicente e irresponsable resulta manifiesta a poco que se preste atención a los detalles.
Ninguno de los manuales de enseñanza para la ciudadanía alberga referencia alguna a Tarzán. Ni siquiera Jane, mucho más mona y refinada que el hombre-simio, aparece por ninguna parte.
Tarzán ha sido olvidado sin remedio. Hemos perdido todos los referentes, todos los modelos éticos.
Ya nadie se arroja a un río infestado de pirañas y serpientes eléctricas para luchar a brazo partido con un cocodrilo de seis metros.
El hombre pragmático de hoy, puesto en esa tesitura, agota plazos, formula pactos, sugiere arreglos para, finalmente, acabar ofertando al cocodrilo un cargo en la dirección del partido, de la empresa, del sindicato o de la iglesia. En la mayor parte de los casos, el reptil termina por aceptar.
Andalucía
Las enseñanzas de Tarzán
Tarzán me instruyó en la compleja técnica que permite rebanarle el pescuezo a un cocodrilo adulto con el sólo auxilio de una faca, empleada para quebrar la rugosa piel del saurio...
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