De la noticia de la abdicación de Su Majestad me enteré en el aeropuerto de Berlín y, como a casi todo el mundo, a mí también me causó sorpresa. A pesar de que era un hecho que podía esperarse que se produjera, teniendo en cuenta todo lo que ha venido ocurriendo en relación a la Casa Real y su entorno de unos años para acá y la crisis de credibilidad en la que se estaba viendo sumida la monarquía. Una institución diríase que tan respetada y querida en este país como permanentemente puesta en tela de juicio, por razones obvias. Obvias, al menos, claro, para quienes tenemos una cierta idea de cuál ha sido la historia de España desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la fecha.
Se especula sobre las razones que han precipitado la renuncia al trono de Juan Carlos I para poner fin a sus treinta y nueve años de reinado y, probablemente, todas las hipótesis que al respecto se barajan tengan algo de certeras. La investigación del caso Nóos y las dudas que han sembrado sobre los asuntos de palacio las actuaciones de Urdangarín; la posición de la infanta Cristina; la salud del propio monarca; los escándalos de corrupción; la cuestión no menor de Cataluña, etc. Aunque yo creo que hay una que ha podido pesar más que el resto: la necesidad de anticiparse a los acontecimientos y salvar, hasta no se sabe cuándo, ahora que todavía es posible, el régimen consagrado en la Constitución de 1978. Un ordenamiento que se tambalea y no tanto por culpa de quienes más lo discuten, sino de algunos de aquellos que se supone más lo defienden.
Con el actual equilibrio de fuerzas, esto es, la mayoría abrumadora que constituyen Partido Popular y Partido Socialista, la sucesión en la corona está garantizada y se va a llevar a cabo sin demasiado tumulto, aunque haya quien proteste. No se podía perder la oportunidad y la proclamación del nuevo rey tenía que efectuarse con celeridad ante la posibilidad de que en un futuro no lejano dicho equilibrio de fuerzas cambie, no sólo por la pérdida de representatividad de las dos grandes y principales formaciones políticas, sino por un presumible cambio de rumbo hacia posiciones rupturistas de un PSOE presto a renovarse.
Eran muchas las voces que pedían una segunda transición y las puertas para que ésta pueda producirse parece que se han entreabierto. Aunque esto no significa, ni muchísimo menos, que vayan a abrirse de par en par y dicha transición, por perentoria que sea, vaya a consumarse.
Como he afirmado en numerosas ocasiones, soy republicano por principios y por convicción, pero, como también he repetido infinidad de veces, siento simpatía por el rey cesante, como la siento por su heredero, y no dejo de reconocer la valía de los servicios que desde el cargo ha prestado a la causa de la restauración democrática. Un posible advenimiento de la República, por tanto, no me disgustaría, todo lo contario. Pero no creo que sea esto lo más urgente. Y no lo creo, entre otras cosas, porque hay en este momento otros problemas acuciantes a los que hacer frente, más importantes que el referido a la forma que debería adoptar la jefatura del estado. Y porque estoy seguro de que la instauración del sistema republicano, por muchos parabienes que comporte, no sería en sí misma la panacea milagrosa que muchos se imaginan para nuestros males.
http://www.jaortega.es