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Aquellos tiempos

"Hoy se han proyectado en mi memoria viejos fotogramas de la película de mi infancia que, pese al paso de los años, está grabada a fuego en mi mente"

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  • El Cristo de la Clemencia. -
Hoy se han proyectado en mi memoria viejos fotogramas de la película de mi infancia que, pese al paso de los años, está grabada a fuego en mi mente. 

Aquéllos tiempos en que las procesiones se adueñaron de mi espíritu cuando las veía pasar desde mi balcón de la Plaza de las Palmeras y yo no entendía demasiado su lenguaje, pero no podía dejar de contemplarlas, porque me habían hechizado eternamente. 

Aquél grandioso crucificado de tez de bronce y brazos de titán que sobrecogía mi alma infantil. Aquélla virgen llorosa con las manos cruzadas sobre el pecho que contemplaba el cuerpo exánime del hijo que yacía en su regazo y los tiernos gemidos de los angelitos que estremecían mi corazón hasta el punto de hacerme llorar. 

Aquélla cofradía que bajaba desde los barrios altos, en un alargado cortejo, rojo de pasión, en torno a un crucificado de rostro jaenero cuya sangre recogía, gota a gota, una mujer arrodillada ante su cruz. Aquél nazareno al que mi abuela llamaba “Jesús” con voz temblorosa, que subía hacía la Carrera entre un gentío endomingado que se hacía una racimo amoroso ante su paso procesional. Aquél crucificado agonizante cuyo desgarrado grito celeste se clavaba en mi pecho sin que entendiera entonces la causa. Ahora si la se…¡me estaba llamando! Todavía lo hace. ¡Aquéllos tiempos…! 

Recordar es vivir varias veces, tantas como la capacidad personal para el recuerdo. Es recrear el pasado a la luz del tiempo presente. Darle vida, despojarlo de adherencias inútiles y plasmar la imagen contemplada antaño con la misma intensidad que se viviera en aquél momento que nunca murió para siempre. La mente de un niño es plenamente receptiva, y en ella bullen, eternamente, un tropel de sensaciones. 

El olor de las garrapiñadas, la caricia de la primavera, el timbre de la corneta, la luz escarlata del ocaso, el velo del incienso, los goterones de sangre que caen de la frente de Cristo, el sonido del trueno lejano que aviva la marcha del cortejo procesional, el paso marcial de los romanos, la plata del plenilunio, la pasión de los claveles… Más tarde, solo habrá que bucear en el tiempo para rescatar del olvido aquélla impresión que puede marcar una vida. 

Y es que mis impresiones de niño decidieron para siempre mi vocación amorosa hacia las cofradías. Amor que he ido manteniendo pese a los malos ratos, a alguna experiencia negativa; pese a toda esa hojarasca que se ha ido acumulando en los últimos tiempos en el intrincado y valioso bosque del mundo cofrade y que deberíamos entre todos ir retirando para evitar el peligro de incendio del mismo. 

¡Aquéllos tiempos en que se desarrollaba una Semana Santa más modesta, jaenera, sencilla, religiosa, silente…! Todo ha cambiado. En algunas cosas desde luego, para bien. En otras no tanto. Me siento orgulloso de los cambios positivos, del esfuerzo de muchos cofrades por hacer unas hermandades más vivas y participativas, más pujantes y numerosas, más vistosas y ordenadas. 

Pero echo también de menos aquéllos tiempos. Tiempos en los que se vivía con autenticidad una cuaresma cristiana, religiosa y no estridente. Los cofrades eran menos, pero eran muy auténticos, muy amantes de su cofradías. Y practicaban la virtud del silencio. 

Los momentos más significativos de una relación de amor son aquellos que se manifiestan en silencio. Ahora hablamos demasiado, quizá nos sobren palabras y nos falte vivir nuestra hermandad con más autenticidad y espíritu cristiano. No sentirnos protagonistas de nada sino insertarnos en la acción divina que nos ha escogido para difundir la fe a la manera cofrade. Ser un fino hilo de esa acción divina que en el silencio empuja la historia humana. 

¡Aquéllos tiempos recogidos y silenciosos! Porque el verdadero recogimiento no es pasar el itinerario oficial en un ámbito de estrechez, sino tener espíritu cofrade auténtico. Eso solo depende del interior de la persona. No influye el medio exterior. Se puede estar recogido entre la multitud o disperso en un desierto. Una cofradía ordenada en la calle y vacía de contenido cotidiano no es ejemplar. 

El único itinerario oficial que tiene valor es el día a día de la vida cofrade. El más difícil de respetar. En él no importa cumplir el horario, sino ser auténtico y tener una fe viva y contagiosa.

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