Día para decir... abajo el tendido
Cientos de personas prefirieron estar dentro que fuera. Reírse de la crisis antes de que otros se rieran de los que se reían de la crisis. Ocupar las calzadas con color y papelines, que representar el papel de extras encima de las aceras
Hacer sonar los silbatos con sus gargantas antes de que los tímpanos de los espectadores acusaran las molestas ondas entre el bullicio general.
Salida
Más minutos y más minutos, centenares de personas ya en la plaza aguardando que el coche de policía, que aguardaba a su vez la orden de salida, encabezara el desfile de Carnaval. Media docena de jóvenes ocultaban, o bien sus modernos peinados o sus entradas incipientes, con una enorme y ensortijada melena "afro". Más unas gafas de colores, una camiseta blanca con el nombre del grupo, el lema del ligoteo por tamaño y unas mallas de fosforitos colores, aunque lo realmente vistoso era el postizo que marcaba, exageradísimamente, su masculinidad. Otro paquete, el que correspondía, a apenas unos metros, a una veintena de toreros (excepción hecha de ella), parapetados detrás de un burladero, con un toro que escondía en su pecho, no la puya del picador ni la espada del matador, sino la botella y la vianda para un camino que necesitaba de un reponedor. Y si precisaban algo más que un engullir de la bota, algo así como un boca a boca, allí estaban los chicos del Centro Interparroquial para hacer de sanitarios del Samur, para llevar, fonendoscopio en pecho y escolta de policía y guardia civil, una ayuda médica, un masaje cardiaco o una camilla con sonora y simulada ambulancia incluida.
Si no lograban salvarles la vida, si el Señor se los llevaba para arriba, allí estaban los ángeles de charles, charlestón, de negro y blanco, para bailarle una especie de vals de bienvenida, pero que ni era vals, ni era bienvenida.
La cabra
Y hasta bien hallada, debería decirse, aunque no era ese el caso. Entre un montón de legionarios con barba hasta el surco de los pezones, gafas oscuras, cornetas y otros distintivos patrios, se encontraba la famosa mascota, la cabra (o cabrón), que en este caso, algo asustada por su primer y quizá último desfile antes de ser pastoreada, no daba crédito a sus ojos. Era el único ser vivo no disfrazado entre los disfrazados, aunque llevase una manta encima del lomo.
Lomo y otro tipo de alimentos y no iban nada sedientos, guardaban entre sus capas los ingeniosos que decidieron echarle un bis simulado a los Amigos del Olivo y hacer cofrades de horror, de estupor y de muy buen rollo, a quien se le pusiera por delante para agitar el olivo sobre la espalda, el somnífero cordobés y la capa color aceite recién salido.
Los ratones
Recién salidos de la madriguera aparecían los ratones coloraos, pero coloraos, coloraos de verdad, que escoltaban a Isabel Pantoja y a Jesús Quintero (es posible que El Loco de la Campiña del montículo), con uno de los micrófonos más grandes jamás visto. Dueño de su locura bendita, pluralizada entre las benditas locuras de los cientos de personas que se lograron disfrazar, que lo consiguieron, en grupo o de forma individual, como José (queremos decir, Josefa), la abuela de 102 años con más chepa que espalda, con más ojos que aumento en sus gafas. O todas esas abuelas cariñosamente dichas del Hogar del Pensionista, el municipal, que vestidas de mandarines le mandaban un recuerdo a la desaparecida Sole, alma tantas veces de estas iniciativas carnavaleras (y de otras).
Y mi niño, quiero decir, el niño de sus papás, la niña de los suyos, vestidos de tantas cosas que daban miedo y ternura, encanto y mesura, que estaban para comérselos. Y se comieron parte del recorrido los egipcios que portaban su correspondiente momia, quizá porque no quisieron empezar en Mesones, llegar a Plaza Vieja, seguir por Llana y acabar en Salvador Muñoz. No vimos a Muñoz, el "Cachuli" y el Julián, aunque puede que, como otras veces, estuviera. Pero sí divisamos, por arrobas, a Falete, acompañado del hombre del maletín que fue, era, debió ser, cuando le toco, estuvo, encarnó... la figura de su novio y prometido con esponsales y al borde del altar, pero que le dejo para irse secuestrado con la mentira del desamor. Mentira no sé pero verdad era que hasta doña Cayetana, la de Alba, giró su desvencijada cabeza con sus labios en rojo púrpura y su melena rizada y rubia, con gafas de siglo pasado, a la altura de la Muralla en Amador de los Ríos, para decir que si eran los de Telecinco quienes le colocaban la alcachofa en la boca, ella no hablaba. Prefería ir empujada (a lomos de la silla de ruedas) por su apuesto y joven novio que se deshacía paso a paso, en la compostura pitiminí y repitiendo el aserto: "Estamos muy enamorados".
Sin y con
No hubo carrozas, más gente de la deseada mirando porque deberían haber estado dentro (por eso lo de abajo el tendido), pero hubo y fue más de lo que estas líneas han contado, no por no contar sino porque no se puede estar en cada piel, cada gomilla, cada careta o cada disfraz. Sí hubo. Animados a contar parte de ese más : en la noche del viernes al sábado, del 20 al 21, una mulata de piel blanca, sujetador levantado y barriga presta al viento para la danza del vientre, paseó encantos y mil encantos por el Centro San José. Para que se entere el obispo y tome medidas. No disciplinarias, sino de traje y volantes adecuados a semejantes proporciones.
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