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Miércoles 24/04/2024  

Hablillas

El seíta

Vi cómo el seíta se escondió en la esquina de la calle García de la Herrán hasta desaparecer.

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Lo vi a principios de verano, por la mañana, antes de que el calor recorriera La Isla a sus anchas, antes de que cayera del cielo como si fuera plomo derretido. El motor, que más que rugir llamaba la atención por la espera a que se veía sometido, llamaba mi atención reclamando mis recuerdos. El seíta esperaba tranquilo, en medio de la calle, despidiendo un suave olor a gasolina. De frente recordaba la cara de esos peces que aparecían haciendo travesuras alocadas en los dibujos animados, de un lado al otro de la viñeta convertida en pantalla de televisor. Al poco rato salió la parte de la familia que quedaba ataviada con ropa de playa. El conductor plegó el asiento delantero, se acomodaron y cuando estuvieron listos pusieron rumbo al asueto. Vi cómo el seíta se escondió en la esquina de la calle García de la Herrán hasta desaparecer. Se movía despacio, como esos recuerdos que parecen brillar más que otros, que aparecen pellizcando suavemente, como si fueran de terciopelo. Los míos hicieron que volviera a verlos bajar la calle Argüelles porque dio la casualidad de que fue el modelo que eligieron mis tíos. Los cuatro tenían un Seiscientos. En principio lo compraron para moverse por La Isla, pero luego los viajes a la playa se alargaron hasta Fuengirola, Torremolinos y la propia Málaga. Y hubo quien se arriesgó alargando la distancia hasta Asturias, todo un alarde de valentía, pues volvió sin haber sufrido ni un solo pinchazo. Lo que aguantó la baca, cuánto soportaron los asientos porque todos tenían niños chicos y ya se sabe, por los rincones se acumulaban restos de galletas, papeles de caramelos, alguna pieza de un juguete roto y cuántas veces mis tías limpiaron los inesperados y desagradables vómitos. Llegando el verano, era frecuente verlos aparcados en las antiguas entradas del Chato, Santibañez y Cortadura. Cómo se quedaban enterrados en la arena y los esfuerzos de la familia para desenterrarlo mermados por el cansancio y las ganas de volver a casa para disolver las huellas blancas del salitre. Sin dejar de caminar yo seguía en el lugar, mirando absorta el hueco del coche que se llenó con mis recuerdos, porque cuando me quise dar cuenta había desaparecido. En ese momento estaría llegando a su lugar de destino, a una playa aún tranquila por la hora temprana, dispuesto a estar un buen rato expuesto al sol, con el ruido de las olas acunando su forzado descanso, el zumbido de las moscas alrededor, esperando el regreso al fresco reducto del garaje. Cuántos habrá en la Isla que guarden esta singular pieza de museo. Y es que el seíta fue el utilitario por excelencia de los años sesenta para luego convertirse en el coche de las mamás con niños chicos uniformados en el asiento de atrás camino del colegio, con paradas indebidas en doble o triple fila para “un momentito nada más”, decían y el guardia, si estaba de buenas, hacía la vista gorda mandando circular a golpe de manotazo al aire. En la ciudad, en distancias cortas o callejeando no había problemas con el radiador, con esos calentones que obligaban al conductor a parar en la cuneta hasta nuevo aviso. En realidad, pocos se veían en esas condiciones porque los sustos los daban otros modelos de la misma marca y gama más alta. No es de extrañar que el tiempo, la memoria y la localidad de Fuengirola hayan premiado al seíta con un monumento por lo que favoreció al turismo en la costa del sol. Pero en La Isla fue reconocido mucho antes. Muy pocos saben que María Amparo Gordillo de Celis le dedicó un sencillo, original, evocador y emotivo poema donde lo llamó “Platero suave”. Dante Giacosa nunca imaginó que su invento sería tan querido y admirado.

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