La intensidad de los efectos de la crisis tiene que ver con un déficit cultural de primera magnitud: en la práctica, filosofía y economía son dos campos del saber humano que aún no han aunado esfuerzos para hacer de la realidad, en lo concreto, una realidad soportable para todos, no para unos pocos.
El ser humano no puede vivir de espaldas a sus necesidades ni forzado a malvender (enajenar) lo único que le pertenece -su capacidad productiva- para poder subsistir. Pero tampoco puede ignorar un hecho básico, irrefutable: nace, vive y muere en un medio natural con posibilidades limitadas. Este planeta es finito, como finita es la vida, si no de la humanidad, sí al menos la de cada ser humano singular, único e irrepetible.
Así las cosas, el círculo infernal en que hoy nos hayamos atrapados no se genera tanto por efecto de nuestra acomodación a un modelo social que promete un caudal inagotable (inabarcable) de posibilidades materiales; la locura colectivizada –vale decir: globalizada- radica en que ignoramos el elevadísimo precio existencial que hemos de pagar por satisfacer nuestros anhelos de apropiación y disfrute de tales posibilidades desde una óptica puramente consumista.
En este escenario (neurótico: es mejor identificarlo con su nombre exacto), irrumpe la vertiente filosófica para advertirnos que estamos condenados al fracaso si no acometemos una profunda revisión del perverso maridaje entre economía y la ambición de un progreso sin término. La traslación de este revisionismo radical al ámbito de las teorías económicas (la aleación entre filosofía y economía) ha dado lugar a las propuestas del decrecimiento.
Iván Illich, Cornelius Castoriadis y André Gortz, entre otros, fueron los primeros en propugnar una ruptura del vínculo que el ultracapitalismo impone entre “más” y “mejor”. Lo mejor, sostenían, puede lograrse con “menos”. No se trata de no producir, sino de que sólo merece la pena producir aquellos bienes y servicios que son buenos para el individuo porque son buenos socialmente.
Se trata de producir aquello que no privilegia a nadie y cuya “huella ecológica” es asumible porque no agota los recursos o no los inutiliza por sobreexplotación o contaminación al facilitar su regeneración natural.
En nuestros días, tres economistas se erigen en apóstoles visibles del decrecimiento (o bioeconomía): el chileno Manfred Max-Hell, el rumano Georgescu-Roegen y el francés Serge Latouche.
Proponen la estrategia conocida como 8-R: revaluar (revalorizar el humanismo-cooperativo frente al disvalor hiperindividualista-consumidor), relocalizar (apuesta por la producción a pequeña escala frente a la globalización), reestructurar (el modelo productivo actual no es ecoeficiente), redistribuir (la riqueza es finita y además está mal repartida), reconceptualizar (hay que adoptar un estilo de vida más sobrio), reutilizar y reciclar (fin de la obsolescencia programada) y finalmente reducir (el consumo compulsivo es una enfermedad).
¿Es el decrecimiento una utopía? Latouche afirma: “El aumento del nivel de vida del que piensan beneficiarse la mayoría de los ciudadanos del Norte es ilusorio. Los más acaudalados están condenados a sufrir tristeza en el alma”.
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