Entre la espada y la pared

Publicado: 08/01/2023
Autor

Paco Melero

Licenciado en Filología Hispánica y con un punto de locura por la Lengua Latina y su evolución hasta nuestros días.

El Loco de la salina

Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son los demás. Albert Einstein

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Escribo todo esto, porque este loco estuvo a punto de ser parido a principios del año 1946
Hoy quiero hablar sobre mí. Siempre escribo sobre los demás, y uno llega a olvidarse de sí mismo. Ya sé que mi vida no le interesa a usted, porque bastante tiene con los problemas de la suya, pero hoy voy a hacer una excepción. En todo caso, no siga leyendo, corte por lo sano y olvídese de lo que sigue.

Corría el año 1946. Año de posguerra. La Isla se iba desperezando como podía al ritmo del pito de la Constructora. El caballo y Varela tomaban la Plaza del Rey con la idea equivocada de estar allí toda la eternidad. Mis padres vivían dentro del Castillo de San Romualdo. Allí nació mi hermano el Liqui y también el loco que esto escribe. Un día, mi nieta Martina me dijo por lo bajini que, si yo había nacido en un Castillo, se podía deducir con claridad que yo era un príncipe. Me hizo gracia, pero la dejé que siguiera alimentando las fantasías de su feliz infancia, porque a quién le hacía daño que yo fuera un príncipe.

A pesar de tanto principado, los cochinos y las gallinas merodeaban por todos aquellos espacios medievales saltando entre los chinos dispersos del patio. El pobre Castillo tuvo que superar a lo largo de los años el aparecer como Restaurante, como Cristalería, como ring donde los gallos se partían la cara y las crestas, con un cine adosado en uno de sus laterales… La vida transcurría sin más noticias que las que le interesaban a la dictadura. Mi abuela se llamaba Rosario, pero se le quedó Rosario, la de la Loza, porque vendía platos, vasos, pequeños juguetes y lo que se terciara. Para vender lo que se podía vender en aquella época, había que establecerse en la Plaza, es decir, en el Mercado Central. Los supermercados estaban todavía por descubrir.

Mi padre y mi abuela tenían que coger el camino de la calle Real hacia arriba por Capitanía hasta llegar a la Plaza, donde montaban diariamente un puesto en el mismo suelo. Tenían un burro fiel al que llamaban Luis, que todos los días se volvía loco por hacer un alto en el camino y reponer sus escasas fuerzas en el Mesón del Duque.

Escribo todo esto, porque este loco estuvo a punto de ser parido a principios del año 1946. Mi madre Mercedes aguantaba como podía el tirón del niño que quería a toda costa salir a la luz. Mi padre era un manojo de nervios y se encontraba entre la espada y la pared. Por una parte no podía dejar las ventas, que eran su medio de vida, pero por otro no podía dejar de lado el que su mujer, es decir, mi madre, estaba a punto de parir. Por supuesto, entonces no se paría en los hospitales, sino en las casas particulares. Y la gente llegaba al puesto a comprar, y mi padre dividía su cerebro entre la venta y el parto, entre el Castillo y la Plaza. Fueron días de vísperas de Reyes que había que aprovechar, pero iba a nacer su segundo hijo y no podía fijar la mente en otra cosa.

Por fin, pasaron los días clave de ventas, amaneció el lunes día 7 y fue entonces cuando mi madre soltó amarras, mientras mi padre bendecía la oportunidad del momento.

Cada 7 de enero de cada año, cuando contemplo la cabalgata de Reyes,se pasea por mi mente ese relato que con mucho cariño me contó mi padre.

Gracias a los que me han felicitado y gracias a Facebook que ha puesto en alerta a multitud de amigos.   

 

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