Annabel muerta en Corfú

Publicado: 24/10/2008
La familia de Vladimir Nabokov (en concreto tres ramas de su familia) salió de Rusia, camino del exilio, vía Sebastopol, ?esa fortaleza del infortunio?, como calificó el escritor a dicha ciudad de la península de Crimea. Todos huían del ?terror de Lenin?.
Con sólo tres años Nabokov hablaba ya mejor el inglés que el ruso, como cualquier niño rodeado de institutrices británicas. Este prematuro manejo de la lengua inglesa, que después llegará a convertirse en un extraordinario dominio de la misma, es el que hará posible que Humbert Humbert pueda expresarse en un inglés “abominable y cuidadoso”. En el texto que sirve de prólogo a Lolita, titulado “Sobre un libro llamado Lolita“, escribe Nabokov: “Mi tragedia privada, que no puede ni debe, interesar a nadie, es que he debido abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente libre lengua rusa, por un inglés mediocre”. Así pensaba Nabokov en 1956. Sin embargo, bastantes años más tarde, acabaría reconociendo su preferencia por el inglés como instrumento de trabajo: el inglés le ofrecía una mayor flexibilidad y le permitía mayores libertades porque se plegaba mejor a los “suplicios” de su imaginación. Categóricamente declarará que el inglés supera al ruso por la riqueza de matices, porque se adapta más fácilmente a una “prosa delirante” y por su innegable “precisión política”. Si la primera afirmación respecto al ruso pudiera entenderse como un emocionado homenaje a sus raíces, la segunda tal vez constituya un melancólico ejercicio de histrionismo. 


El inglés fue uno de uno de los factores decisivos de la internacionalización de Nabokov, como lo fueron su destierro y su nomadismo desde el momento en que se vio obligado a expatriarse. En las páginas iniciales de Lolita, donde se ofrecen importantes datos sobre el personaje Humbert Humbert, Nabokov introduce abundantes elementos de esa atmósfera internacional tan de su gusto y su destino. De esos elementos, el más revelador sin duda es la historia de los amores entre Humbert y Annabel Leigh: pasión preadolescente entre dos criaturas que acaban de cumplir los trece años en el incomparable escenario de la Riviera francesa durante el verano de 1923. Humbert es hijo de padre suizo (con ascendencia franco-austriaca) y de madre inglesa; mientras que la adorable Annabel es el resultado de un cruce anglo-holandés: en resumidas cuentas, una perfecta combinación de sangres europeas para un romance estival que no desembocó en nada, sexualmente hablando, pero que fue (sobre todo para Humbert) una experiencia intensa y fascinante: “frenética, impúdica, agonizante”, y que, además, significó el anuncio del grandioso espectáculo que el futuro reservaba al más indivisible mártir de la ninfulomanía: “Estoy persuadido, sin embargo, de que en cierto modo fatal y trágico, Lolita empezó con Annabel”. Quien dice esto es el propio Humbert; pero no se olvide que Humbert dice lo que Nabokov quiere que diga. Por ejemplo esa definición de Lolita del capítulo octavo de la segunda parte: “la nínfula más castaña y encendida, más mitopoética en el halo de un jardín de octubre”. Menos mal que no se le ocurrió escribir metapoética: hubiera sido el colmo.

Lolita es una novela confesional en la que hallamos todos los requisitos del (insuperable) modelo agustiniano: la narración retrospectiva en prosa (relato analéptico); la historia de una personalidad contada por ella misma (relato autodiegético) con la intención de hacer públicos los secretos de su existencia privada y, finalmente, la ejemplaridad deducida de una transformación moral. Todo esto explica el subtítulo del libro: Confesiones de un viudo de raza blanca. En el capítulo veintisiete de la primera parte, Humbert se llama a sí mismo Jean-Jacques Humbert. Eso puede ser que Humbert nos descubre su verdadero nombre de pila o que, de forma espontánea, improvisa un tributo de admiración a Rousseau, otro gran maestro de la confesionalidad. El discernimiento de este detalle es complicado tratándose de un discurso lleno de mentiras construido alrededor de un imprudente ataque de nostalgia. Annabel Leigh murió, víctima del tifus, en la terrible y mágica isla de Corfú. El fallecimiento se produjo inmediatamente a continuación de aquel verano imposible. Su temprana muerte fue el presagio de una funesta tempestad.


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