Esta semana he leído al azar una serie de mensajes en redes sociales que me han parecido terribles. Los más por venenosos, rastreros, insultantes y amorales. Peor aún, me han parecido terribles por las personas que los firmaban, personas, algunas, a las que conozco y con las que he tenido un trato afable hasta ahora. Dicen que es norma general, como si el insulto al peso fuese el principal garante de seguidores, aunque dicho así parezca quedar todo reducido a una cuestión de ego, cuando quien dice ego invita a buscar la rima en asonante con dinero. En el fondo, cada cual es libre de escribir lo que quiera en redes. Si después le parten la cara en mitad de la calle, tal vez le sirva hasta para ganar más seguidores, e incluso una indemnización, pero pocos dudarán de que no se lo tuviese merecido.
El uso de las redes sociales quedó pervertido, por un lado, desde el momento en que empezaron a entenderse a título particular como una nueva forma de hacer negocio y no como una nueva forma de comunicación, de sentirte cerca de personas que viven en otro país o en otro continente, incluso de personas a las que admiras. Y, de otro, cuando elevaron al ámbito de lo público lo concerniente a lo privado. Lo supo ver con mucha más antelación el añorado Umberto Eco, cuando en una entrevista en La Stampa dijo que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Hasta el whatsapp, concebido en un principio como un servicio de mensajería más rápido, barato y efectivo, se ha convertido en una nueva red social como consecuencia de la proliferación de grupos y subgrupos en los que se termina compartiendo desde una orden a una foto o un audio sin que, en muchos casos, quede claro de dónde parte la fuente original -los bulos al inicio de la pandemia expandieron su mecha incendiaria en muchos de ellos con la entregada e inestimable colaboración de sus integrantes-. Y, claro, como red social que es, y no la barra de un bar, hay mensajes que, desde el más estricto ámbito privado de uno de esos grupos, donde podemos abusar de ser más o menos lúcidos y lo contrario al mismo tiempo, pueden terminar en manos de quien no tiene inconveniente en utilizarlos para dejar en evidencia a su autor y terminar por dar la razón a Eco.
Resulta llamativo al mismo tiempo, dentro de tanta desvirtuación del uso y sentido de las redes sociales, que quien mejor ha entendido su valor real sea la clase política, que ha visto una oportunidad para hacerse presente en la vida de miles de personas y forzar -más que forjar- un nuevo tipo de conexión y vínculo de proximidad con el electorado que hasta ahora se limitaba a sus apariciones en los medios, a los mítines y a los carteles de campaña. Eso en la teoría. La práctica ha arrastrado a muchos a caer en situaciones viciadas: los hay que han derivado en estrellas del rock, en predicadores de alcoba o nostálgicos del papel cuché, cuando no en insufribles narradores de su rutina diaria, como si se empeñaran en convertir a todos sus seguidores en vouyeurs de una realidad en la que, por supuesto, asistimos a grandes gestos, públicos y privados, y, más aún, a un desatado afán propagandístico que, como ocurre en el fútbol, solo tiene razón de ser para tus seguidores, pero no para los que intentas sumar a la causa.
También los hay de lengua desatada, mirlos blancos (y negros), cándidos y osados, comprometidos e incontrolables... En realidad, cuesta ceñirse al papel que ellos procuran de sí mismos. Todos aspiran a interpretar uno. Tal vez podrían seguir el consejo que Spencer Tracy le dio a Cary Grant en el inicio de su carrera: “Apréndete bien tus líneas y procura no tropezarte con los muebles”. Lo primero se les da por supuesto; lo segundo es una cuestión de afán: tropezar, quiero decir. Y Twitter, o cualquier otra, no es el mejor lugar para empezar a dejar de hacerlo.