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El gato de Puigdemont

La paradoja de Schrödinger aplicada al procés: vivo y muerto en un suspiro. A Rajoy le corresponde ahora abrir la caja para ver cómo está en realidad

  • La independencia como el gato de Schrödinger -

El discurso de Carles Puigdemont sigue generando controversia cinco días después de haberlo pronunciado, por lo que no sabemos si estamos ante un renovador absoluto del lenguaje político, a la altura de la obra rompedora de cualquier creador artístico -hasta la fecha ha generado casi tanta literatura como los debates sobre el monolito de 2001 una odisea del espacio-; o si, como ha sido traducido hasta niveles escatológicos en todo tipo de chistes y memes, es el trabajo de un cobarde o de alguien que, tras lanzar una penúltima mirada a su alrededor, ha comprendido que es el tonto útil de la maquinaria independentista y se niega a desempeñar el papel. 

Sospecho que no fue su propósito, pero su caso remite irremediablemente al famoso y discutido experimento del físico austríaco Erwin Schrödinger -el procés a la altura de la mecánica cuántica-, conocido popularmente como “el gato de Schrödinger”. Según la teoría, si encerramos a un gato en una caja con una botella de gas venenoso y un dispositivo que haga desintegrar la botella en un plazo indeterminado, el gato estará vivo o muerto al mismo tiempo, en una superposición de estados, hasta que intervenga la persona que abra la caja y compruebe el estado del felino.

En el caso de Puigdemont, el gato es la declaración de independencia, el gas venenoso, su propio miedo, el dispositivo detonador, el artículo 155 de la Constitución, los que vemos vivo o muerto el proceso, todos los demás, y quien pide observar el estado real de la declaración, Mariano Rajoy, que como buen gallego respondió al ofrecimiento del presidente de la Generalitat con una pregunta.

Nada mejor que la ya famosa foto de Reuters -del gozo a la desilusión en ocho segundos- para ilustrar la paradoja de Schrödinger aplicada al procés: vivo y muerto en un suspiro, mas muerto al fin y al cabo, por la reacción final del público y los diputados de la CUP, que, a falta de más referencias y alegorías, entroncaba con la descripción con que Antonio Hernández retrata a la afición sevillista en La marcha verde después de cada derrota en Nervión; al menos para quienes están en contra de la independencia catalana, pues no hay como recurrir al humor para aliviar tantas tensiones acumuladas en apenas dos semanas.

Viva o muerta la declaración de independencia, la imagen trasladada al mundo por el govern este pasado martes no precisa de más interpretaciones, y por supuesto quedan muy lejos de las que eran sus aspiraciones, porque en cualquier otro estado democrático resulta inaceptable acatar el resultado de un proceso electoral ilegal, chapucero y bananero para declarar la independencia y, acto seguido, proponer que se prorrogue la ley en que se amparó ese referéndum para abrir un diálogo con el Estado.

Por desgracia, la confusión generada por las ambiguas palabras de Puigdemont dejaron en un segundo plano la brillantísima intervención posterior de Inés Arrimadas, que parece la única preparada en el Parlament para hacer frente al desafío independentista con argumentos y mucho sentido común -los mismos que Josep Borrell, sí, que no está en el Parlament-, pero sobre todo sin caer en las contradicciones constantes de Ada Colau, a quien Podemos ha situado a diario en calculada primera línea como aspirante a presidenta de la Generalitat ante unas bastante probables elecciones autonómicas, para cuando Rajoy haya abierto la caja y vea si el gato de Puigdemont está vivo o muerto.

Si es lo primero, es decir, la entelequia, vamos camino de estrellarnos de nuevo con la realidad de la legalidad. En ese caso, la brizna de esperanza de los independentistas se llama María Dolores de Cospedal -este jueves nos dejó mucho más tranquilos con la cerilla apretada entre los dientes-. Si es lo segundo, se abren paso nuevos escenarios, tal vez algo de calma necesaria, aunque persistirán las mismas heridas abiertas en la convivencia entre iguales, víctimas todos de la negada capacidad de sus gobernantes y, también, de su entregada ambición para que no se hable de otros temas.

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