A mediados de los noventa empezó a aparecer en diferentes revistas un anuncio sobre el relevante papel que iba a jugar en nuestras vidas la World Wide Web. No recuerdo quién pagaba aquello, pero sí que incluía como gancho a Elthon John junto a una frase que decía: “Espero que con la ayuda de internet encontremos una cura contra el SIDA” -más o menos-. Veinte años después, el SIDA ha desaparecido de los titulares y de entre los asuntos que más preocupan a la ciudadanía, pero no creo que se deba a internet, como confiaba el bueno de Elthon: el miedo, simplemente, ha cambiado de bando.
El mensaje, no obstante, trascendía el propio deseo personal para proyectar otros muchos; supongo que cada uno tendría el suyo propio, aunque dudo que nos acercáramos a lo que realmente ha terminado por convertirse internet y, más aún, que nos atreviéramos a imaginarnos el invento, en su prolongación, como una herramienta de insulto, degradación, piratería, espionaje, voyeurismo y exhibicionismo sin límites.
La reincidencia en la falta de pudor, escrúpulos y un mínimo de sensatez nos ha llevado esta semana a trascender algunos tuits vergonzosos dirigidos contra un niño enfermo de cáncer al que le gustan las corridas de toros. No sólo eso; a diario se tergiversa, magnifica y demoniza cualquier tipo de acción con tal de atizarle a un personaje público, especialmente si se dedica a la política.
Vivimos de lleno en la época de la viralización, y el problema, como apuntaba hace unos días Cayetana Álvarez de Toledo, es que la gente ha empezado a confundir lo viral con lo verdadero.
El caso es que esa vorágine por la relevancia y la repercusión que lleva implícito el deseo de formar parte del ciberespacio ha terminado por contaminar a los propios medios, que deberían ser los primeros en hacer frente a la ola revanchista y pendenciera que rompe a diario en la orilla de nuestras pantallas. Por contra, “ahora todos compiten por los clics”, lamentaba esta semana el catedrático de Oxford, Timothy Garton Ash.
Lo que ha ocurrido sin que, de momento, hayamos puesto remedio, empeñados en seguir cazando mavericks, lo relata el profesor Scott Reinardy en su obra La generación perdida del periodismo, reseñada esta semana por Vicente Lozano en El Mundo, y en la que lamenta la degradación de la calidad y la profundidad de los contenidos informativos a causa de la obsesión por la inmediatez, “la producción de noticia en masa, ese ganar audiencia como único motivo de generar contenidos”; y lo peor, sostiene, es que puede llevar a la generación más reciente de periodistas a creer que ése es el auténtico periodismo; el mismo que lleva a darle bola a un descerebrado que ha encontrado en las mangas recortadas de Piqué un insulto a la bandera, a dar por certificada la muerte de tipos medianamente sanos, o a cercenar cabezas de alcaldes o alcaldesas sin que tengan previsto pasar consulta con el correspondiente verdugo.
No pretendo ser fatalista; es más, me encuentro entre los que no pueden vivir y trabajar sin internet, sin las ventajas y comodidades que ha incorporado a nuestras vidas. Pero, al mismo tiempo, me preocupa hasta qué punto ha terminado por condicionar y transformar nuestro presente, incluso en tareas que hasta hace poco eran cotidianas e insustituibles.
Ayer mismo se publicaba un estudio que asegura que tres de cada cuatro españoles ha dejado de escribir a mano con regularidad. ¿Acaso ya no se escriben cartas de amor? Esa sí que sería una mala noticia: pobres Cyranos, superados bajo el balcón de Roxana por la inemediatez del wassap, sus emoticonos y el “cari” como máxima expresión de ternura en el trato. No sólo eso, cualquier feminista les denunciaría al primer verso que ensalzara la belleza de su amada, pues ya sabemos que el piropo es señal de sometimiento machista -¿será posible que haya leído en algún sitio web semejante y respetable estupidez?-.