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El silencio de las cosas

“A la una de la madrugada de la segunda noche y en una cama sin mentiras, concurrieron mis primeras veinticinco palabras y empecé a escribir sin intuir..."

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La primera vez que disfruté de una  habitación propia, llovían relámpagos anunciando el otoño. No dormí en esa noche de cielos abiertos, cobijado en un lecho de mentiras. 
Aquellas dos líneas, ese par de sucesiones léxicas en sus labios me iniciaron en la escucha de un cuento activo, vívido y lúcido, pulimentado de reglas y de compases, impregnado de iconografías, una atiborrada enciclopedia humana de estructuras honestas, muchas indecorosas y que conduje hacia el fondo de mi cráneo en el intento de detallar el mayor número de párrafos                            caleidoscópicos en esa única noche creciente. Afuera mis mínimos, mis fronteras trazadas               oteando amores en las lejanas líneas de los pastizales.
Al recuerdo de las dos perturbadoras frases le contesté con un pensamiento, uno solo, y mío:
- Los hombres necesitan fábricas de flores, y de veranos. Y usted es uno de ellos.
Toqué a la puerta una mañana algo apurada por mi costumbre de guardar las formas. Los bolsillos, digamos, vacíos. El contenido de la maleta, con el vestuario de mis infinitas posibilidades, ocupó un cuerpo del armario. Las prendas se acoplaron en una cómplice e indiferente belleza, cerré la puerta y dos partes de mi misma permanecieron ocultas en la duración de un tiempo prudencial. Al fondo, sonrieron y lloraron, la una arriba y la otra abajo.
En el transcurso de los días consumados anduve vestida con la falda y la camisa de color negro y atesorando una cierta transparencia que no quise evitar. Describir las tareas es un ejercicio de aburrimientos y de maldades; y yo logré, en torno a tanta salsa doméstica, no atragantarme.
A la una de la madrugada de la segunda noche y en una cama sin mentiras, concurrieron mis primeras veinticinco palabras y empecé a escribir sin intuir que, de ningún modo, incluso en el día de hoy, y ahora mismo, dejaría de hacerlo. Yo, que nada de valor poseía salvo aquel conjunto de primitivas certezas, el origen de los verbos impronunciables, la mitad de mi mitad vívida y lúcida.
A la hora exacta de la luna en las páginas en blanco, neutras, muy hambrientas, mucho más que insaciables, exquisitas y perfectas, me abandoné dentro de las sábanas. Por en medio de las hojas vislumbré las esquinas de lo propio, de lo extraño, todo lo conocido y lo aún por ver.
A la mañana siguiente me transformé en la doncella que mantenía su habitación desprovista de iniquidades y administradora final de mi identidad. Bebí de las letras. Las palabras resultaron ser mis observadoras y las guías en las marañas de las insuficiencias y me aferrada a ellas igual a un salvavidas, a uno semejante a esos que nos devuelven vacíos. Por ello, le escuché atentamente en la primera noche, a él, el sabedor de los pasillos, el coleccionista de los ecos. Y para oírme y así quizás descubrir el camino de retorno a mis fronteras personales.
A partir de la tercera noche desvelada, preñada de caracteres y en mi habitación paralela, conviví con una segunda yo, contigua, íntima e inseparable, esa otra que entendía quién, en realidad y en verdad, quería saber ser. Y en silencio, la una y la otra, repetíamos: que no se prolongue…
Pasaron las jornadas, y en las noches, a ratos y durante el transcurso de ellas, sollocé. A ratos, cada noche, solo a ratos. Y sí, alcancé a desligarme de ese mundo circulando con cínica velocidad e insolente desasosiego. A ratos, solo a ratos, también, lograba desprenderme en una curva imposible y dentro de una espiral perdida, prendida en algún lugar de un armario de universos.
Y cada mañana despertaba la dama, apergaminada y soporífera, la señora del taconeo desquiciante, el taconeo de las cinco, arrastrando las zapatillas por los surcos de sus piernas. Los tacones, el reloj que        traqueteaba sincopado y ella flotando, sin conciencia, en un barco sobre un mar de cal hirviendo. Ella, la dama, ya ni se reconocía en el espejo de su acicalado refrescamiento. Se reía, observaba y bailaba en el desdibujar de sus adolescentes vapores. Y yo, yo secaba su arrugada humanidad mimada. Y soñé con un título para la dama, algo excesivo, bastante tedioso:“Taconazo en la sala, la vieja cortesana taconea el silencio de sus cosas”.
Esa frase se enredó en mis cabellos desvelando multitud de secretos y una considerable cantidad de disfraces, unos inciertos, otros inventados. Con ellos confeccioné unas cortinas y una alfombra de imaginaciones que, finalmente, fueron crudas verdades. Y yo, yo solo deseaba acertar con el resto de las ficciones, y conocer el silencio de las cosas que me hablaban.
Ante los mezquinos despropósitos, indemne y con las ternuras a salvo, decidí doblar la esquina y luego dirigirme desde la acera hacia la infinita y arbolada avenida de mis libertades. Tenía razón el servicial servidor envejecido por el ejercicio de las costumbres, mi anacoreta de los                    cuentos.


Nota: fragmento del Diario de un anacoreta, M. D’Abrantes y adaptado para los Medios de Comunicación. Un primer fragmento fue editado en este periódico el 9 de octubre de 2015.

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