Desde siempre he escuchado a mi padre decir, con su punto de ironía, que los niños y los perros están para echarles la culpa. Si se rompe o se extravía algo, ahí están ellos, receptores infinitos de acusaciones casi siempre infundadas pero persistentes. Quizás la corta edad o la escasa racionalidad sirvan de atenuantes, y con ello se amplíe la transigencia de la irritación.
Pero yo creo que se le ha olvidado uno más en la lista de culpables inocentes: el Levante.
Van ya varios días soplando, y una no para de escuchar que si dolores de cabeza o de huesos, mal humor, e incluso locura, son los daños que provoca. Al final se trata de lo de siempre: escurrir el bulto y echarle el muerto a otro, aunque se trate simplemente del viento. Cuando el Levante se esfume, ya aparecerá algo nuevo a lo que achacarle nuestros pesares y fastidios.
Y mira que sí que me parece molesto, pero de ahí a recriminarle malos humores y enajenaciones transitorias, va una legua.
Las persianas encogiéndose, la melena indomable, algunos árboles que parece que se van a partir en dos, las faldas y vestidos como prendas imposibles si no quieres marcarte un Marilyn en el momento más inesperado, y ese silbido, que a ratos se me antoja agradable, pero a veces parece más bien el ruido de las turbinas de un avión. Por no hablar de cuando le da por asemejarse a la banda sonora de una peli de Alfred Hitchcock y me hace acurrucarme entre las sábanas a pesar del calor.
Después escuchas el pasodoble ‘Cuando combate el Levante...’ del Cielo de Cádiz y piensas que no están hablando del mismo fenómeno meteorológico que estás experimentando tú, o que le cogió en un día en calma al que lo escribió. Si no yo creo que no lo pintarían tan bonito, por muy gaditano que sea.
Me asomo a la terraza a leer y me quedo embobada en una bolsa que parece que vuela, y me recuerda a esa escena de ‘American Beauty’: “Oh mira, está bailando conmigo, con una fuerza increíblemente benévola que me hace comprender que no hay razón para tener miedo. A veces hay tanta belleza en el mundo que siento que no lo aguanto...”. De repente me sorprendo a mí misma recitando ésto en voz alta. A lo mejor sí que es cierto que el viento puñetero afecta a la cordura. Y me río yo sola, de mí misma.
Intento abrir mi libro, ‘Los años de la ballena’; pero qué va, una breve ráfaga me abanica las hojas y me desordena la lectura. Me descubre de casualidad la ya leída página 57: en ella Marta relata cómo en el arsenal de La Carraca, en San Fernando, los subalternos de los barcos Cánovas y Lauria se negaron a aceptar las órdenes golpistas de sus comandantes fascistas, lo cual les terminó arrancando la vida a cañonazos. Precisamente en esta semana se cumplen ochenta años de este acontecimiento...
Según investigué, ese día hacía Levante. Y se comentaba por La Isla que trajo la locura a quienes se disponían a asesinar por unas simples ideas.
¡Qué fácil es imputar a un viento la culpa de los hombres!