Los días tienen desde este viernes diez minutos menos de luz solar. Es una certeza científica. Los resultados electorales también deparan una verdad objetiva, que es la que reflejan sus resultados, pero a veces parece huérfana de certezas o, al menos, se lo parece a quien busca explicaciones sobre esos resultados, más aún si no se corresponden con lo esperado. Ni siquiera apostando por la más simple de las explicaciones, que suele ser la más acertada, llegan a coincidir en la evaluación, a no ser que se nieguen a soportarla.
Si siguieron por televisión la noche electoral, hubo dos momentos que ayudaron a alimentar esa sensación de desconcierto ante el resultado; entre otras cosas, porque quienes los protagonizaron no fueron ninguno de los candidatos. El primero de ellos se presentó con la intervención de Íñigo Errejón. Aquello no fue una valoración, sino un desahogo. Sólo le faltaron los subtítulos para saber lo que realmente estaba diciendo, pero se le entendió igualmente: No habríamos llegado hasta aquí si hubiéramos cedido ante el PSOE en su momento, si hubiésemos dejado las ansias de poder para otra ocasión y nos hubiésemos escondido la lengua en cal viva. Con mi plan, no habríamos llegado hasta aquí.
El segundo momento llegó casi a continuación, desde Barcelona. Ada Colau necesitó subtítulos porque hablaba en catalán, pero se le entendió igualmente sin notas a pie de página: Si en el resto del Estado español no saben ganar como hemos hecho en Cataluña, aquí estoy yo.
Puede que no les prestaran atención o les pasaran desapercibidos a la espera de la comparecencia de los líderes, pero en ellos se resume la evaluación posterior que ha hecho la mayoría de partidos -salvo el PP- de lo deparado por las urnas: la culpa fue del otro. Digo salvo el PP, porque la euforia de Mariano Rajoy sobre el balcón de Génova tenía más de corte de mangas que de balance, por mucho que fuera “el discurso más difícil de mi vida”: todavía lo estamos esperando, pero a él también se le entendió a quién iba dirigido su subidón.
Así, a falta de la única certeza evidente -Mariano Rajoy volverá a ser presidente del Gobierno-, qué mejor explicación que la de la culpa, que siempre es mejor si es compartida. Creo que Pedro Sánchez fue el más elegante de todos al hacerlo. Ni siquiera le ha hecho falta explicarse desde entonces; algo que sí sigue haciendo Susana Díaz -“qué razón tenía la pena traidora, que el niño sufriera por la salvaora”-, como si no las hubiera asumido ella misma, superada, ay, por Juanma, que ha dejado de ser el compañero de clase del que no logras recordar el apellido -Moreno, joé-.
Para Ciudadanos la culpa es de la ley electoral. Es lo que tiene dirigir un partido tan presidencialista, que en el momento adecuado no puedes contar con nadie cerca a quien culpar: mejor buscar entes abstractos, mejor olvidar el pasado reciente y, definitivamente, mejor no hablar para no incurrir en más contradicciones.
Pero, sin duda, donde ha habido mayor concentración de culpas por metro cuadrado ha sido en Podemos. Tantas, que ya hay quien ha propuesto cercenar las malas hierbas que han hecho crecer entre el paisaje campestre de atardecer dorado en que tenía que haberse convertido el ocaso del 26J. Pese a que les advirtieron que la suma de votos no es igual a la suma de dos partidos, Unidos (no) Podemos olvidó al menos hacer la llamada al Señor Lobo: para qué, si no había más que ver cómo estaba el mitin celebrado en Jerez para firmar la victoria. Tal vez por eso mismo, porque en política las palmas y los halagos a veces te impiden escuchar los truenos y, algo peor, ni conocer siquiera tu propio país, por mucha patria que enarboles en tu discurso, que suele ser un recurso a la desesperada, como dijo con más mala leche y conocimiento de causa Samuel Johnson.
Finalmente, entre tanto descargo, hemos hallado otra certeza más: las elecciones del 26 de junio dejarán a las del 20 de diciembre como un experimento, una puesta a prueba de la sociedad española, que vino a demostrar la escasa madurez de la clase política.